Me gusta María Barranco porque no se avergüenza de su nariz, a medio camino entre la perfección que le suponemos a Helena de Troya y el glorioso apéndice de Cyrano de Bergerac, porque me gusta que la gente sea como es, diversa, variada, sorprendente. Hubo un tiempo en que todas las actrices querían tener el perfil de Gina Lollobrigida y hacían cola ante los quirófanos de cirugía estética, pretendían huir de sus narices o de su papada, asimilar sus pechos a los sujetadores de moda, añadirse pómulos, rebajar nalgas, cambiar el color de los ojos, convertirse en maniquís para el gran escaparate de la pantalla, como si desconfiasen del valor de sus gestos o su mirada. Habían caído en la gran trampa de ese terrible fantasma al que dio enllamarse fotogenia creyendo, probablemente, que consistía en una simple valoración volumétrica. Ahora las cosas han cambiado -o han vuelto a ser como siempre debieron- y podemos contemplar en toda su singularidad la nariz de María Barranco, ya se
Nunca se debe mirar a una persona que duerme. Es como si abriéramos una carta que no ha sido dirigida a nosotros.-