El presidente del Gobierno está concediendo más entrevistas, y protagonizando más actos públicos en estos últimos meses, que en toda la década que lleva instalado en el palacio de La Moncloa. Felipe González se ha lanzado a predicar contra la corrupción y a favor de una depuración interna en el Partido Socialista y sus aledaños, como inicio de la larga campaña electoral de diez meses que hemos empezado a vivir. En esa labor evangelizadora ha dispuesto que sean sus ministros los mejores y más destacados apóstoles, con el titular de Economía y Hacienda y el vicepresidente a la cabeza.
Tanto Carlos Solchaga como Narcís Serra han incidido en la línea argumental diseñada por el «número uno»: Admiten una cierta corrupción en la periferia del Partido, piden que se delimiten las responsabilidades y se alejen a los «tentadores» de la Administración, y critican a la oposición y a los medios de comunicación que practican, según sus palabras, la «cultura del escándalo». Ven, pues, la paja en el ojo ajeno, y no la viga en el propio. Mientras tanto, en el Gobierno y en el PSOE se sigue practicando la doble moral: se pide a militantes como Aida Alvarez, Juan Carlos Mangana y Florencia Ornia que devuelvan el carné por sus presuntas irregularidades, mientras se protege celosamente a Carlos Navarro a Josep María Sala y a Guillermo Galeote.
El «caso Filesa», con sus largas y complicadas derivaciones, se sitúa en primera fila del escándalo, postergando a la oscuridad la compleja trama financiera de «Ibercorp», por ejemplo. El universo guerrista explosiona por todas partes como una pequeña supernova, permitiendo la oscuridad al resto de los mundos socialistas, desde el catalanismo de los «narcisos», al liberalismo de la «beautiful». La presión de Felipe González ha puesto una mordaza sobre los labios de Alfonso Guerra, el gran mudo de estos tiempos. El que fuera todopoderoso vicepresidente y vicesecretario general está más arrinconado que nunca, apenas manteniendo el tipo a través de las palabras y actuaciones de Txiqui Benegas, Francisco Fernández Marugán, Eduardo Martín Toval, y el presidente extremeño, Rodríguez Ibarra. Su regreso a los escenarios públicos ha sido cortado de raíz, y su «gira» triunfal por las distintas federaciones socialistas colocada fuera de cartel y sustituida por las conversaciones de los responsables regionales, a cualquier hora y cualquier día en Moncloa, con el «compañero secretario general».
El debate sobre la corrupción personal -aceptado ya por el poder, que intenta reconducirlo en la conciencia colectiva- busca no sólo limitar los efectos del mismo de cara a las próximas elecciones generales, sino encubrir el mucho más importante de la crisis institucional y económica en que han desembocado estos diez años de gobiernos del PSOE. Sólo en un modelo enmarcado en la alabanza del enriquecimiento rápido -como el que se proclamara en 1985 desde el Ejecutivo- se explican las comisiones multimillonarias en los contratos públicos; el florecimiento, esplendor y muerte de decenas de sociedades de intermediación financiera y bursátiles; y la creación de empresas y despachos por parte de ex ministros, ex subsecretarios, ex directores generales y ex presidentes autonómicos cuyo único objeto social es el practicar el más suculento de los «lobbys». El síndrome italiano ha hecho presa en España, con la diferencia de que aquí tenemos algunos jueces inmersos en montañas de documentos y declaraciones, pero a- muy pocos políticos sometidos a la solicitud de procesamientos en el Parlamento.
Si Marino Barbero, Angel Márquez o Miguel Moreiras dieran el paso que ya han dado sus colegas transalpinos -con el milanés Antonio Di Pietro a la cabeza- la crisis política sería de tal magnitud que tendríamos que echar mano de una segunda transición democrática para evitar la parálisis de las instituciones. En los próximos meses, volcados cada vez más en la carrera hacia las urnas, las relaciones entre Política y Justicia van a ser tan intensas y tensas que los ciudadanos-electores vamos a tener que desayunarnos cada día con la misma sensación de incertidumbre ante el futuro con que lo hacen los ciudadanos italianos en estos momentos. Las tensiones centrífugas en la periferia del Estado son también muy parecidas en los dos países mediterráneos. Si allí tienen a las Ligas como principal argumento desintegrador del Estado que diera a luz Garibaldi, aquí tenemos al dúo Jordi Pujol-Xavier Arzalluz como contumaces aprendices de brujos de la futura España, poniendo una vela a Dios y otra al diablo.