Que manía le ha dado a los cerebros democráticos que planifican los cebos de los programas de televisión con pedirle a los espectadores su veredicto en todo tipo de debates. Los férreos principios absolutistas del despotismo ilustrado, el práctico pero excesivamente desvergonzado «todo para el pueblo, pero sin el pueblo» ha sido sustituido por una cómica urgencia en devolverle el protagonismo y la judicatura a la enfervorizada plebe, siempre dispuesta a marcar un coral número de teléfono y a testificar sobre lo sacro y lo humano. Resulta demasiado servil y cochambroso el afán de presentadores y directores de debates por convencer a sus abstractos mirones de que en su anónima boca está siempre la verdad.
Mi permanente y lamentable ego-trip acostumbra a desinterarse de las opiniones de las mayorías silenciosas o bullangueras sobre el estado de las cosas, de las leyes y de la conducta de los personajes «trascendentes», pero en alguna ocasión sufre escalofríos o relajación cuando observa la creciente popularidad de monstruosidades legales o la buena salud de la tolerancia y de la sensatez. Al primer grupo pertenece la súbita adicción de mucha gente racional a que se restaure la pena de muerte o la necesidad del terrorismo de Estado, con axiomas tan fascistas y asnales como «el fin justifica los medios».
Al segundo, el esperanzador veredicto de un setenta y tres por ciento de la clientela de Culpable o inocente, a favor del derecho de los transexuales a casarse, a comer perdices, a ser felices y a educar a sus hijos para el cielo. Me produce regocijada estupefacción que los ancestralmente marginados y los transgresores involuntarios sólo aspiren a la bendición ritualizada de esa sociedad que siempre les ha tratado como a monstruos de feria, su aspiración a integrarse en los valores burgueses, su deseo de asumir la condición legal de esos vecinos que siempre les han considerados unos apestados.
El desprecio social no ha fomentado sus convicciones iconoclastas sino que ha aumentado su deseo de parecerse a sus inquisidores, de legalizar la unión con su pareja, de blanco y por la iglesia. Ambientando el coloquio de leguleyos, magistrados y psiquiatras en torno a la conveniencia de aceptar en el rebaño a aquellos desafortunados con alma y biología ferozmente enfrentadas, aparecen las patéticas declaraciones de varios transexuales sobre el calvario de su vida, los riesgos mortales que implica esa operación desesperada intentando, borrar sus huellas viriles, su deseo de adoptar a un niño, de que los otros les acepten como «normales». La encuesta telefónica no aclara si sus redentores les tolerarían como vecinos.
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