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Las nuevas pijas al poder

Las románticas, como Madame Bovary, se suicidaban después del adulterio. Ahora, como hay televisión para contarlo, ya no se suicida ninguna. La Iglesia, que es sabia, instituyó la confesión porque comprendía psicológicamente que la culpa se disipa sólo con decírselo a otro. Lady Di se lo ha dicho a 200 millones de telespectadores. Lo que ha pasado aquí es muy importante, mucho más importante que la estabilidad o continuidad de la corona inglesa, y que los cuernos del príncipe Carlos.

Es la primera vez en la historia de la humanidad que una mujer confiesa su pecado (sin ninguna contrición, claro) a toda la aldea, en este caso la aldea global. Diana de Gales ha desmitificado el adulterio, ha liberado a millones de mujeres. Lo suyo es mucho más importante y definitivo que lo de Simone de Beauvoir, Shere Hite, el Informe Kinsey, Lidia Falcón, Margareth Mead y nuestro Ministerio de Asuntos Sociales, con Cristina Alberdi muy puesta. 

Diana, la chica Di, con sus pendientitos, pero sin collarcito, con su traje de chaqueta azul y sacando pierna, que de eso tiene, ha contado su adulterio, pormenorizando que al mílite (era un mílite) «lo adoraba».

 La Corona Británica y el matrimonio en general son dos sagradas instituciones coñazo que se han hecho astillas, al fin, gracias a una princesa que parecía tonta. No podrá decir nadie que esto es demagogia de izquierdas. Es una noble la que se carga el invento, que ya era hora. Hay que poner un canal de televisión sólo para adúlteras, o que ellas llamen previamente para que se filme el pecado en directo. Divorciarse por la tele es más rápido y espectacular que ir a Zarraluqui.

Presento en Lhardy la nueva novela de Fernando Fernán-Gómez, «La Puerta del Sol», que es un folletín inteligente y anarco, obtenido del Madrid profundo y de los trágicos y primeros años del siglo, donde se ve que las marquesas eran tan ordinarias como ahora y las porteras mucho más intelectuales y heroínas que las de ahora, y eso que no tenían televisión en la garita. Su televisión eran los propios chismes de los vecinos, también como ahora. Tras el recio y literario cocido de Lhardy, las preguntas del coloquio se centran mucho más sobre Fernando que sobre el libro. Cuando un autor de lo que sea es ante todo VIP, personaje, estrella, los periodistas, con buen instinto, hacen la montería del hombre o la mujer. Hoy interesa más lo humano que lo intelectual o artístico. 

Además de escribir un libro hay que montar un número. Y lo que queda es el show, no el libro. Esto mismo se me corrobora por la noche, cuando Angel Casas me graba una entrevista sobre mi última novela, Madrid 650. Muy impresionado Angel por el tráfico de muertos que hay en el libro (y que hoy mismo se ha intensificado en Madrid), prefiere pasar al «personaje», y entonces me pregunta por los culos femeninos, que el llama «traseros». Le digo que detesto la palabra trasero (que sirve igual para un asiento trasero) y que me gusta mucho «culo» para tan curiosa pieza de la anatomía femenina. Todo lo más transijo con «glúteos», que también tiene elasticidad de pelota de goma, como el culo. De modo que estamos todos condenados al show. Hasta Lady Di ha tenido que montar el number para que la reina Isabel tiemble.

Presentación de Dagoll Dagom en el Apolo. Es decir, el musical correcto, la gracia racional, el mundo galante de la mujer, un mundo anacrónico y eterno. Música de Cole Porter, humor gentil y de siempre, pequeños vodeviles como viñetas de boudoir y breves musicales, intensos, expresivos y sobrios. El viejo «buen gusto» francés pasado por Barcelona. Los estrenistas madrileños aplauden, pero aquí falta tralla.

Las «neopijas» son las que han venido después de las pijas. A la neopija también le gusta casarse en los Jerónimos, pero por algún rito raro, copto o así. A la neopija le gustan los futbolistas que están compactos (más del Madrid que del Atlético). Vuelve el futbolista como mito erótico, que era una cosa de postguerra, sustituída por los cantantes asténicos y progres tipo Serrat. El erotismo del futbolista es de derechas, y va unido al del cadete, que no fascina a la neopija porque gana poco.

La neopija es la que no se atreve a asumir el mundo coloreado, cubista y libre de Agatha Ruiz de la Prada, pero tampoco aguanta ya el collarcito de mamá, la perla cultivada como clave de clase, que era el fetiche de la pija tradicional. La neopija tampoco tiene la elegancia de la derecha francesa, que es la de la chica/telva, sino que juega al «vive como quieras», o sea un anarquismo que no pasa de las bragas. La neopija ya ha visto tres veces Pocahontas, y cuando le he dicho a una que la princesa Pocahontas es Isabel Preysler, no me ha entendido: «Pero ésa era una señora antigua de cuando Franco ¿no?».

Victoria Abril. Tiene la melena navegable y castaña. Tiene una esbeltez de culo alto, sin ser alta, pero sí de piernas largas. Hay en su rostro corriente una arrebatadora vulgaridad, un descaro y un cabreo deslumbrantes, una cosa de chica que despachaba sostenes en Maxcali y se los ponía sobre la rebeca, para que la clienta se hiciese una idea. Victoria Abril, nuestra adorable internacional, vende en París vulgaridad española, como Catherine Deneuve vendía chic francés.

Los parisinos están enamorados de Victoria porque es la criada respondona del buen cine. Tiene el culito corto y ágil, pugnaz y redicho, infantil y malvado. Tiene una agresividad de fumar cualquier cosa, una agresividad de piernas abiertas y tacones altos. Tiene unos pechitos beligerantes, vivos, torcaces, peraltados. Tiene las manos cortas y enérgicas de la azafata hortera cuyo talento se salía de la cutreidad televisiva por todas partes. Tiene cara de mala leche, pezones vivos, los sobacos a medio afeitar, la nariz hostil y la boca para morder más que para besar.

Es la musa de la vulgaridad, toda la hermosa y creativa vulgaridad española lograda en un rostro que lo dice todo, en unos ojos duros, grandes de indignación, más fáciles a la provocación que a la dulzura. Ojos con muchas miradas y pocas concesiones. Es como amar a una dependienta de Pontejos con sutilezas artísticas y femeninas de una Greta Garbo de viviendas protegidas. Tiene genio.

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