Resulta asombrosa, y en cierto modo consoladora, la capacidad para la compasión que a veces demuestra el ser humano. En estos días, se oye calificar de desproporcionada la decisión de la juez Alaya de decretar prisión preventiva para el ex director general de Empleo de la Junta de Andalucía, Francisco Javier Guerrero. Se abunda en que el ahora enrejado llevaba un año declarando ante la Guardia Civil, que si no existía riesgo de fuga, que si estaba colaborando.
En fin que la juez Alaya se ha pasado. O sea, que si a un cani de la Carretera de Su Eminencia lo trincan pegando un tirón, está muy bien que, con las mismas, lo manden para el trullo, mientras que a un nota que, como él mismo ha reconocido, estuvo en el meollo de un fraude multimillonario, cuyo montante, según las últimas estimaciones, podría aproximarse a los mil cuatrocientos millones de euros, resulta desproporcionado ponerlo a la sombra. Partiendo de la base de que la decisión de mandar a la cárcel a Guerrero obedeció a la petición que, en ese sentido, hicieron la Fiscalía y las acusaciones particulares, incluida la ejercida por la Junta, habrá que concluir que aquí se ha pasado todo el mundo. El problema es que darle vueltas a todo eso puede hacer que nos olvidemos de los que de verdad se han pasado en esta historia, que son aquellos que han defraudado ignominiosamente al erario público.
Tal vez sea que, en el fondo, hay más gente de lo que parece que opina, como aquella exótica ministra de Cultura, que el dinero público no es de nadie. Sin embargo, ya va siendo hora de que empecemos a asumir que en un régimen democrático como, en teoría, es éste, no puede haber -salvo el homicidio- un delito más abyecto que el de distraer dinero del pueblo, delito cuya gravedad se dispara si se hace a gran escala como aquí fue el caso. Sin embargo, más allá de cuestiones, digamos, estéticas o discusiones sobre formalismos, el hecho de que Guerrero lleve desde la semana pasada fumándose los marlboros en la cárcel contiene una enorme carga simbólica. Estamos hablando del primer alto cargo de la Junta que cruza esa puerta. Y la sensación que todo lo invade es que podría no ser el último. Han tenido que pasar muchos años y muchos escándalos para que algo así ocurra. Al entrar en el presidio, Guerrero, y con él toda una forma de hacer las cosas, cruzó la última frontera. Nada, a partir de ahora, debería ser ya igual.
Los llamados 'sindicatos de clase', básicamente UGT y CCOO, vienen quejándose últimamente de estar siendo víctimas de una campaña de desprestigio, aunque en ese ámbito suele utilizarse un lenguaje mucho más belicoso, hablando de guerras sucias, difamación repugnante, criminalización intolerable y cosas por el estilo.
En realidad, más que a una campaña orquestada por un ente fantasmagórico, su particular versión de la conspiración judeomasónica, el desprestigio sindical se ha producido por su forma de hacer las cosas, el papel que han desempeñado, convirtiéndose en una parte más del sistema; el haberse integrado en el stablishment para ponerse al servicio de unos determinados intereses, que ya no son exactamente los de una ideología concreta, como pudo ser hace tiempo, sino los de un partido cuyo único fin es asaltar el poder. Con todo, su mayor problema es que, atrapados en esa paranoia, carecen de la más mínima intención de reflexionar sobre los errores cometidos, de aceptar que no están haciendo bien las cosas, y percatarse de que cada vez resultan más irritantes para la propia clase trabajadora no afiliada a ningún sindicato, que dicho sea de paso, es el noventa y cinco por ciento.
Es obvio que los sindicatos cuentan en España con mayor protagonismo social que el que debería corresponderles por su representatividad, pero eso puede acabarse si se empeñan en seguir incurriendo en los mismos errores. Las manifestaciones del 11M y la convocatoria de una huelga general contra una reforma laboral que hasta Rubalcaba ha reconocido que generará empleo a medio plazo para desgastar a un gobierno que no tiene responsabilidad alguna en los cinco millones de parados, mientras se callan ante los escándalos de los EREs pone de manifiesto una deriva que los encamina hacia su particular lucha final. Una lucha, evidentemente, por la supervivencia.
José Antonio Griñán decía el domingo en estas páginas que comprometía su palabra a que no sabía nada de los ERE. La verdad es que fiarse de la palabra de un político, más aún de un político como Griñán, sitiado por gravísimos escándalos, constituye a estas alturas un ejercicio de ingenuidad supina. Sin embargo, hay quien parece estar dispuesto a darle ese voto de confianza, en sentido literal, además. Uno de esos es nada menos que el locuaz y díscolo José Antonio Barroso, ex alcalde de Puerto Real. Un tipo que va de bocazas y outsider, pero que en el fondo de tonto no tiene un pelo. En Onda Cero avanzó la 'noticia' -así la calificó él mismo- de que si el PP no logra mayoría absoluta el 25M, IU dará su voto a Griñán a condición de que éste se comprometa a limpiar su casa en el plazo de un año. La 'noticia' en cuestión produce risa floja, tanto por la condición como por el plazo. En realidad, eso de lo que tiene pinta es de ser un paripé como una catedral, porque ante la perspectiva de tocar al fin el poder en la Junta, IU parece estar dispuesta a creerse todo lo que le diga el PSOE, del mismo modo que se lo creyó en el Ayuntamiento de Sevilla. Otra cosa, naturalmente, es que también se lo crean los votantes, que sería lo verdaderamente preocupante.