Cualquier cuerpo no vale para sex symbol. Ni cualquier cuerpo, ni cualquier cara, ni cualquier tonto del bote que, tras mirarse al espejo, aprecie en sus facciones un vago parecido con Brad Pitt en Entrevista con el vampiro (o con Tom Cruise en Top Gun, que para el caso da igual).
Conozco hombres que se pasan la vida en el gimnasio, hacen pesas como descosidos, sacan pecho, sacan bíceps, sacan cemento armado, sacan todo y sin embargo no se comen una rosca (o se la comen pero mal, ustedes ya me entienden, o no me entienden porque no me explico; en fin, otro día hablaremos de los chaperos vocacionales).
Ahora los chicos se cuidan mucho, usan musculatura, cremas, ropita en tecnicolor, jazmines en el pelo y rosas en la cara, etcétera. Me parece perfecto porque defendiendo, como defiendo, la igualdad de oportunidades, no puedo hacerme la estrecha y pensar que las excelencias del sexo masculino acabaron en John Wayne, o sea, en los bestias que olían a sudor, no se cambiaban de muda y derretían a las mujeres con sólo mirarlas de reojo. Pero a lo que voy: ahora casi todos se me parecen a Ken, el novio de la barbie, que es un impresentable y se tira las horas muertas en el cuarto de baño comprobando el estado de su torso o el color rosado de sus mechas capilares.
Ken no es un sex symbol, como tampoco lo son Richard Gere o, ya en plan doméstico, Alejandro Sanz o los chicos de Platón -esa versión actualizada de Los Pecos, el rubio y el moreno, el casto y el susano-, se pongan como se pongan los interesados o sus promotores, que a fin de cuentas son quienes sacan mejor tajada del éxito.
El sex symbol surge como por arte de magia en los escenarios más insospechados. Mientras Brad Pitt, Ricky Martin o Antonio Banderas hacen méritos por acaparar suspiros, he aquí que, sin hacer nada -o haciendo lo contrario-, los suspiros se han depositado estos días en Carlos Moyà, un tenista mallorquín que ha sido la revelación del Open de Australia.
Carlos Moyà es el nuevo sex symbol, no roba portadas, no presume de cachas, no pone morritos, no exige que los fotógrafos le enfoquen desde el lado bueno, no gasta paquete exprés, no se hace el tontainas, no habla como Enrique Iglesias y sin embargo gusta a mujeres y a hombres, a ambidiestros y polideportivos, a singulares y plurales. Lo suyo está siendo un auténtico bombazo. Carlos Moyà es un chico que barre, no sólo en las pistas de tenis sino en la calle, donde su imagen empieza a desbancar a los profesionales del guapeteo.
Pasa igual con las mujeres. Hay chicas que se empeñan en convertir su figura en una acumulación de tópicos (mucho ceñimiento, mucho tacón de aguja, mucho canalillo al aire, mucha melena de bote y mucha silicona) para resultar apetecibles a los hombres. Pero miren por dónde, también aquí la cosa produce sorpresas. Al final ellos se quedan prendados, colgados y encandilados con la mirada decadente y sugestiva (un punto morbosa también, todo hay que decirlo) de Emma Suárez, una mujer cuya suerte debería envidiar la vulgar y evidentísima Madonna.
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