En aquel tiempo, Roma ejercía su tutela sobre la antigua tierra de Israel. Herodes Idumeo, rey por la gracia de Roma, gobernaba Judea con puño de hierro.
Este doble sometimiento, lejos de quebrar la fe del pueblo judío en su Dios, el Eterno, no había hecho más que insuflar un nuevo impulso a su fervor religioso.
En efecto, veía en todos los males presentes las señales precursoras del Mesías, el Ungido del Señor, anunciado antaño por los profetas, que liberaría a Israel de sus opresores e instauraría sobre la tierra un reino de justicia y de paz.
Desde la Galilea a los confines de la Idumea y del mar al Jordán, todo judío, desde su primera juventud, se nutría de esta esperanza. La bebía con la leche de su madre. Circulaba por sus venas junto a su sangre. Era su sangre.
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