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Lo primero que cae en una guerra es la verdad

Los periodistas veteranos suelen decir que la primera víctima de todas las guerras es siempre la verdad. El viejo aforismo ha resultado muy adecuado al caso del violento conflicto que ha desgarrado hasta hace unos días Rumanía. Los sucesos han sido dramáticos, las muertes numerosas y los balazos reales, pero todo eso ha sido descaradamente exagerado y tergiversado hasta lo grotesco. Los principales responsables son los militares rumanos, pero a la «gran mentira» han colaborado con entusiasmo y con menor o mayor inocencia el nuevo gobierno, la televisión oficial, el cuerpo diplomático acreditado en Bucarest y, desgraciadamente, una buena parte de los «corresponsales de guerra» extranjeros en la capital rumana. 

Para explicar por qué continuaban los tiroteos, una vez que los restos de la «Securitate» se hubieran sumado entusiásticamente a la «revolución», los responsables de la televisión tuvieron la genial idea de lanzar a los cuatro vientos, hace unos días, la noticia de que «numerosos comandos terroristas libios e iraníes» han llegado al país para restaurar en el poder a Ceaucescu. La «exclusiva informativa» fue recogida con enorme aparato por televisiones extranjeras, agencias de noticias y periódicos de medio mundo. 

Nadie ha presentado un prisionero iraní. Nadie ha visto un herido libio identificable, pero a muchos colegas parecía bastarles con que un director de hospital asustado asegurase que uno de los muertos «tiene el tono de piel oscuro, típico del norte de Africa» para meterlo como «lead» en su truculenta crónica. Otro de las bulos más extendidos fue que la ciudad estaba virtualmente surcada de túneles secretos, por los que algunos agentes de la «Securitate» y los «terroristas» se desplazaban a placer. Había periodistas que afirmaban rotundamente que cuando los soldados atacaban, los «terroristas» se escabullían por los túneles, para volver a las pocas horas. Lo único comprobable es que la gente había quitado las tapas de las alcantarillas y debido a la falta de luz corre uno el riesgo de romperse la crisma a cada paso. 

Luego se descubrriía que los túneles eran muchísimo menos extendidos y, eso sí, bien equipados. Todo esto sería «peccata minuta» si no fuera por ciertos enviados especiales. Hay uno a sueldo de la agencia Associated Press que ha llegado a insertar en uno de sus despachos recientes que Bucarest «está siendo escenario de las batallas callejeras más duras desde la Segunda Guerra Mundial». Eso sí, no le vimos en los puntos «calientes» donde silban los balazos de verdad.

El reportero de una de las cadenas de televisión francesa ha dado como segura una cifra de muertos mucho más alta que lo que proclamaba el lunes el propio «Comité del Frente de Salvación Nacional», más interesado que nadie en exagerar las cifras. En el baile de cadáveres también participa la supuestamente infalible BBC británica, cuyos periodistas no han visto en conjunto ni medio centenar de «fiambres» -incluidos los desenterrados expresamente para nosotros en Timisoara- pero que han estado difundiendo que hay decenas de miles. Lo mismo hace un corresponsal de la agencia Reuter, quien apenas se ha movido del télex del hotel. Es fácil comprender que, en un primer instante, la agencia yugoslava Tanjug, los medios de comunicación hungaros y, sobre todo, los «rebeldes» rumanos exageraran las cifras de muertos, en un claro intento de estimular la repulsa nacional e internacional al opresivo régimen de Nicolae Ceaucescu. 

Después comenzó lo que los periodistas de medios escritos denominamos «efecto perturbador de la televisión». Las cámaras tenían días pasados en las calles de Bucarest el tipo de material ideal para una cobertura «espectacular»: atronadoras ráfagas, ruido de cañonazos, ciudadanos airados, tanques circulando, algún que otro muerto y bastantes incendios. Con eso no necesitan más. Les basta atribuir el que la gente permaneciera a pecho descubierto en las esquinas observando el tiroteo, sin ser casi nunca alcanzada por los francotiradores, a la «suicida idiosincrasia nacional». 

No se les ocurre preguntarse por qué apenas han muerto soldados o miembros de la «Securitate», a pesar de los «terribles combates», y ni siquiera la razón por la que la inmensa mayoría de las víctimas de los primeros días fueron civiles. Casi todos baleados en «accidentes» o alcanzados en las ensaladas de tiros que organizaban los soldados en cuanto veían una sombra, oían que llegaban los «terroristas extranjeros» o bebían una botella de más.

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