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Evangelista ha sido derrotado por la vida

Se le ve cansado, muy cansado y desanimado. Un peso pesado abatido por la vida. Tumbado sobre un sofá, Alfredo Evangelista se lamenta de su mala suerte. «Estoy un poco bajo de moral por lo ocurrido durante estos días. Me voy recuperando gracias a la fuerza de voluntad y al espíritu que tengo», afirma. No le importa recordar lo sucedido la noche en que una pareja de la Policía Municipal le sorprendió con nueve gramos de heroína.

«Estaba con unas chavalitas amigas mías. Compramos un poquito de coca para pasarlo mejor y me salió mal. Lo que lamento es que la gente se haya enterado que tomo coca». Vive al día. No tiene trabajo fijo. Entrena a algunos chavales y está a la espera de noticias de Enrique Sarasola, para ver si puede estar junto a «Poli» Díaz para ayudarle en su carrera pugilistica.

Es difícil explicar dos detenciones en un año. Sin embargo, él se defiende. «Soy como un niño. Cometo errores muy graves, pero enseguida me arrepiento de las cosas que hago mal», comenta con esa dificultad en el habla que siempre le ha caracterizado. Evangelista, aún no recuperado de la dura cama de los calabozos policiales, encuentra respuesta para todo. «Yo procedo de gente muy humilde, allá en Uruguay. Salimos de la nada. Sin un duro y pensamos que el dinero no se iba a acabar nunca. Además, te llevas palos muy fuertes en este mundillo. Martín Berrocal me perjudicó mucho. Me quitó las ganas de todo». Muy pocos le llaman campeón. Se podrían contar con los dedos de una mano. En otros tiempos todo eran halagos, palmadas y buena vida. 

Aún así, el que fuera campeón de Europa nunca pensó en volver al cuadrilátero. Es tajante. «Nunca pensé en volver. Estoy cansado. Son 17 años de boxeo, tengo muchos combates y he sufrido mucho», explica con una voz afónica. Muchos que le conocen le califican como «un gran trozo de pan», algo que le gusta y reconoce gustoso, pero con cierto resquemor. «Tengo mis cosas buenas -argumenta Evangelista- pero por lo bueno que he sido estoy así. Me van las cosas mal y no tengo dinero cuando todo el mundo ha chupado de mí». Aparentemente, este grandullón no pide grandes cosas. Sólo un trabajo en un buen sitio donde pueda ganar el dinero suficiente para vivir desahogadamente con sus dos hijos. Sus ojos, en un tiempo desafiantes, están realmente fatigados. Denotan incluso miedo y cierta debilidad. No aguantaría un asalto. «Sí -responde Alfredo- tengo miedo de acabar un día de estos en la cárcel, porque me estoy buscando la vida en la calle».

Reconoce que tiene muy pocos amigos de verdad. Parece desilusionado. Sólo cambia cuando su hijo, Alfredito, de tres años, se acerca a darle un beso antes de salir de paseo con su abuela Elsa. Cuando se pone de pie infunde respeto. Más si aún se le recuerda con los guantes. «Con éste me pegó Mohamed Alí», explica. Muestra como una reliquia el guante rojo colgado del pasillo. Se acuerda de aquel combate y derrota con el que fuera gran campeón del mundo. Hoy, diez años después de aquella batalla, Mohamed Alí, el vencedor, lucha contra la enfermedad de Parkinson en EE.UU. Alfredo, el derrotado, lucha contra sí mismo en la Avenida de América.

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