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Una caperucita adolescente

La nueva presidenta de la Asamblea Nacional de la Cruz Roja es casi una contradición feliz. Detrás de su actitud se esconde una mujer temerosa e insegura, que arrastra miedos adolescentes en los que pesa una enormidad su propia responsabilidad. Insegura y utópica, Carmen Mestre necesita pasar cada día su propio exámen para sentirse capaz, para saber que la utopía no va terminar matando su pragmatismo de economista vasca que se siente catalana. «Yo creo que no soy una mujer dura. Eso sí, a veces tengo miedo a que me hieran.

Y frente a ese miedo reacciono con bastante dureza». ¿Dura?. Ella dice que no. Eso lo han dicho otros, todos hombres, cuando la han visto desempeñando un cargo de responsabilidad. Los presidentes de las hidroeléctricas entre otros. Pero esa es, quizá, una impresión, una simple pincelada vacua de un maquillaje superficial. Ella tiene tras de sí un largo corolario que testimonia su fuerza, su vitalismo, su capacidad para afrontar todos los retos de todas las teclas. Casada, divorciada y madre de dos hijos adolescentes.

Hija de padre catalán y madre vasca. Estudió piano y solfeo, pero también, económicas. Ahí están sus raíces, una parte de sus propias contradiciones, su sensibilidad utópica y la fuerza del pragmatismo. Y todo revuelto en una pequeña coctelera. Porque Carmen Mestre ha sido capaz de militar en el Movimiento Comunista y saltar años después al PSOE. 0 casarse muy joven y participar en la fundación del Frente de Liberación de la Mujer y llegar a ser nombrada vicepresidenta Internacional de la Mujer. 0 trabajar en los bancos, en el Instituto Nacional de Industria y alcanzar la dirección general de Energía.

Esta mujer menuda, que ha sido muchas cosas más, dejó retazos de su vida personal demostrándose a sí misma su valía. El matrimonio no le dejó vivir su adolescencia y, después, ya no tuvo tiempo. Quizá ello explique su propia confesión. «Creo que no soy dura. A veces tengo miedo a que me hieran. Y frente a ese miedo reacciono con bastante dureza». Después ha tenido tiempo para aprender a vivir y a cuidarse a sí misma, a ser fuerte ante la adversidad y la agresión, a sentirse segura y aceptarse con sus retos inalcanzables y sus logros.

Carmen Mestre lo ha sido casi todo. Ministrable también. Pero no será nunca de aquellas ministras del 25 por ciento como flores ornamentales. Lo suyo es dejar una impronta que no se parece en nada a un espejismo. Carmen Mestre, pequeña y menuda, de apariencia frágil y pizpireta, se ha pasado media vida «echándole narices». Las tuvo para sentarse con los grandes capitostes de la banca y las eléctricas. Las tuvo para propiciar el parón nuclear y para surpimir el monopolio de Campsa.

Era como empezar a meter a un lobo en la jaula cuando nadie se había atrevido a mentarlo. Aquello le ganó el respeto y la consideración de los cronistas de la economía nacional, a quienes chocó tanto su figura como a los grandes popes de las familiazas de Neguri. Todos acabaron sintiendo cierta admiración por aquella «caperucita roja» que confesó no gustarle la economía. «No, no me gusta nada, dijo en una ocasión. A mí lo que me gusta es la vida». Y, efectivamente, la economía sólo vale para entender la vida. A esta mujer pequeña y menuda, frágil y dura, a esta «caperucita roja» le han dejado ahora una institución desmilitarizada. La Cruz Roja está sus manos.

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