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Hillary Clinton y sus gafas de culo de vaso

El día que aceptó cambiar su apellido por el de su marido para no perjudicar la carrera política de Bill Clinton, Hillary Rodham comenzó a dejarse fabricar su propia carrera, una carrera probablemente más ambiciosa que la del propio presidente, la de copresidente. 

Cuando explicó a la opinión pública que aceptaba el cambio de apellido -«porque para mí eso tiene menos importancia que para ellos», los diseñadores de presidentes encontraron un gran filón, un factor decisivo que les permitiría hacer la mejor oferta en el mercado electoral: dos por el precio de uno. Primero hicieron lo más elemental. 

Le quitaron las gafas de culo de vaso, le cambiaron las greñas por un aseado peinado de ejecutiva en los cuarenta, le cambiaron los blusones hippies por trajes de chaqueta entallados, le corrigieron los dientes salidos por haberse negado como buena niña rebelde a usar aparato... y construyeron la perfecta réplica femenina del presidente del «baby boom», del hombre que nació después de la II Guerra Mundial, de aquél que se opuso a Vietnam y que fumó marihuana, pero, eso sí, sin tragarse el humo. 

La manufactura física era muy fácil. Cualquiera podría hacerla en un fin de semana. Lo más difícil era construir un personaje nuevo, un carácter apropiado a los tiempos, una figura prototípica aprovechando todo el potencial de la nueva americana que Hillary llevaba dentro. Mecánicos de alta precisión, ingenieros electorales, doctores Frankenstein de las personas públicas trabajaron a conciencia para construir la nueva primera dama de América, modelo que pronto imitará Europa. 


El objetivo era trasladar a la primera dama las características que hoy definen a la mujer americana. Aquel modelo dibujado por la emprendedora Eleanor Roosevelt -«la mujer del presidente está para ser vista, y no oída, ha de ser un discreto adorno para la gloria de su marido»- fue perfeccionado por la ya histórica mirada de Nancy Reagan, siempre en segundo plano aprobando con los ojos y la baba caídos las actuaciones de su marido; y por la más abuela que esposa Barbara Bush, báculo de su anciano, aunque guerrero marido, cuando la vomitona le dejaba con el orgullo militar al aire. El nuevo modelo es bien diferente. 

Se trata de una mujer que trabaja hasta el punto de ganar cuatro veces más que su marido; una líder de más talla profesional e incluso intelectual que su esposo; de diferente religión -él baptista, ella metodista; a la que no le gusta quedarse en casa a cocinar pasteles y preparar el té; que no quiere olvidarse de su hija Chelsea y se preocupa de corregir sus deberes vía fax; a la que le apasiona jugar al Pictionary; que está a favor del aborto y de Anita Hill en su batalla contra el juez Thomas; y que a punto estuvo de ser una divorciada cuando Bill tonteaba con Gennifer Flowers. Ni hecha de encargo hubiera salido mejor. 

Los doctores del marketing no son tontos. Y lo que para los conservadores republicanos era una feminista que ofendía los principios de la sacrosanta familia acabó por ser -gracias a los técnicos de las campañas- un modelo, el nuevo modelo en el que se mira la votante americana de 1992, que trabaja fuera de casa aunque gana cuarenta veces menos que ella; que no sólo está a punto de divorciarse, sino que además casi siempre se divorcia; que conserva su apellido de soltera; que en la mayoría de los casos es más inteligente que su marido; y que además le gusta el Pictionary y está harta de haber estado siempre, cuando menos, un paso más atrás de su esposo. Resultado: un batallón de mujeres hizo campaña portando una «subversiva» chapa en la que se leía: «Vota por el marido de Hillary». 

Las feministas probablemente preferían ignorar que esa chapa estaba diseñada por los primeros «creadores de sombras» que fabricaron un proceso electoral a la medida de dos personas. Ellos sabían que era ir contra corriente si no aceptaban que el matrimonio presidencial compartiera el poder en la Casa Blanca cuando ya lo compartía en la cocina. El problema vendrá el 20 de enero, día en que Hillary se sentará en la reunión del gobierno -probablemente al lado de su buena amiga Donna Schala, a la que Clinton ha nombrado secretaria de Sanidad- y empiece a hablar, o a escuchar, o a aconsejar, o, tal vez, a mandar. 

El problema no será, como se apresuró a señalar Richard Nixon, que una mujer inteligente haga parecer débil a su marido. No. El problema será cuando quienes no votaron a la mujer de Bill se sientan defraudados al verse gobernados por una copresidente a la que ellos no eligieron. Roosevelt ganó la batalla de la radio. Kennedy, la de la televisión. Y Clinton, la de la primera dama. Un hito más en la historia electoral de EEUU, donde los presidentes -ahora también sus mujeres, no nacen, como aquel joven Lincoln, sino que los hacen.

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