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No tenemos comida y hay que casar a las niñas

La chiquilla asistía a toda la conversación con la cabeza baja. Sus padres habían dicho que tenía entre 17 y 19 años, pero cuando se le cuestionó directamente les desdijo: «Tengo 15 años». 
Sentada sobre una estera en la choza de caña y barro donde residía con su familia, Nur Fatema esperaba a que su próximo marido, Nur Hakim, viniera a recogerla. A las 16.00 horas, el novio se presentó en la chabola y condujo a su futura consorte entre callejones marcados por canales de agua pestilente y pilas de basura hasta su nuevo residencia: un chamizo tan paupérrimo como el de su propio clan, que tendrá que compartir con los ocho miembros de su nueva familia. 
Allí, durante horas, Fatema fue asignada a la «habitación de los novios», un simple habitáculo separado del resto por otro panel de cañas revestidas con papel de periódico y plásticos. La habían adornado para la ocasión colgando guirnaldas rosas del techo. 

La pequeña tuvo que esperar durante horas aposentada en el suelo, con el rostro cubierto por un velo, a que su esposo concluyera la ceremonia religiosa en una casucha contigua. Otra niña intentaba aliviarla del calor sofocante con un abanico.
«La tradición dice que los recién casados pueden disfrutar de una habitación privada durante algunos días. ¿Después? Ya nos arreglaremos», explicó Hakim.


Como el resto de los rohingya que se hacinan en estas colinas del campo de refugiados de Kutupalong, Fatema, sus cuatro hermanos y su padres tuvieron que huir de Birmania bajo la brutal campaña de limpieza étnica que lanzó el ejército de ese país a partir de agosto del año pasado. 
Consiguieron salvar la vida, pero sus pertenencias quedaron reducidas a varias ollas de metal, los sacos de ayuda humanitaria que han conseguido apilar en su barraca y los cuatro Corán que guardan con esmero en un repisa fabricada con trozos de bambú. 
Su padre, Abdul Rahman Dildar, no oculta la razón principal que le llevó a acordar el matrimonio de Fatema con Hakim en menos de dos meses: «Nuestra casa fue arrasada, cuatro de nuestros familiares asesinados. No nos queda nada y la comida que nos dan no es suficiente para todos. Por eso tenemos que casarla». 

Bajo unos parámetros en los que la miseria y la tragedia parecen haberse convertido ya en norma de vida para esta minoría musulmana de Birmania, la opción de que Fatema pudiera elegir a su pareja o esperar hasta ser mayor de edad ni siquiera constituyó una hipótesis. La muchacha no podía ocultar la turbación que le producía toda la coyuntura.
«¿Estás contenta?», le inquirió uno de los visitantes extranjeros.
«Ha sido una decisión de mi madre. Si ella es feliz, yo también lo estoy», respondió entre susurros y con el mismo rostro taciturno que mantuvo durante toda la ceremonia. 
Aunque los matrimonios de menores son una tradición de larga data entre los rohingya, los casos se han multiplicado a consecuencia de la crisis humanitaria que ha generado la última expulsión de más de 700.000 miembros de este colectivo de Birmania y las deplorables condiciones en las que han terminado hacinados en Bangladesh, según alertó a finales del año pasado la Organización Mundial de Inmigración (OMI).

Fatema todavía se puede considerar afortunada. La indagatoria de la OMI descubrió matrimonios en los que las novias no superaban los 11 años, y confirmó que muchos de los progenitores aducían también que se veían «forzados» a casarlas para disponer de más comida. 
Es el mismo argumento que esgrimía Jafor Alom, el padre de Toyoba Begum, mientras la familia celebraba los esponsales de la adolescente de 16 años. 
«Tengo ocho hijos, de ellos siete niñas. Nos dan 25 kilos de arroz, ocho de lentejas y tres litros de aceite dos veces al mes. ¿Cómo vamos a vivir todos de eso? Tengo que vender una parte para conseguir otras cosas porque no tengo trabajo», precisó el rohingya de 50 años. 
«Es algo que está pasando por todas partes en los campos. La gente quiere aprovechar las semanas que quedan antes de que empiecen las lluvias», le secunda Mohammad Firoz, otro vecino del mismo área del campo de refugiados de Kutupalong.
El hecho de que los matrimonios de menores sean ilegales en Bangladesh, lo mismo que los esponsales entre locales y rohingya –una norma que entró en vigor en el año 2014–, no ha frenado este fenómeno.
En un entorno que dista mucho de regirse por los parámetros de la lógica occidental, el matrimonio de estas pequeñas también se contempla en la comunidad rohingya como una alternativa al riesgo evidente que existe en estas aglomeraciones de que esas muchachas acaben atrapadas en las redes de tráfico de seres humanos que actúan en esta zona desde hace años. 
Aunque resulta difícil conocer el alcance de este azote, la ONG Help aseguró recientemente que cerca de 2.500 mujeres y niños han «desaparecido» en los campos de refugiados desde septiembre del año pasado y añadió que la principal sospecha es que la mayoría han sido víctimas de estas redes. 
«Hay una red muy poderosa de traficantes en los campos rohingya situada en [el área de] Ukhiya y Teknaf. Su objetivo principal son las adolescentes solteras y los niños», declaró Abu Siddique, dirigente del Comité de Gestión del Campo de Kutupalong, al matutino local Dhaka Tribune, el mismo medio que señaló que las autoridades del área han capturado al menos a 352 personas vinculadas a estas agrupaciones criminales desde el inicio de la crisis en 2017.
Han pasado siete meses desde el inicio de la brutal ofensiva del ejército birmano y los campos de refugiados de Cox’s Bazar, en Bangladesh, comienzan a organizarse para una estadía que los propios huidos admiten que podrá dilatarse en el tiempo. 
El acuerdo de repatriación aceptado por Birmania el pasado mes de enero nunca comenzó a implementarse y cuando Daca envió la primera lista de unos 8.000 rohingya identificados para su posible regreso a su contraparte birmana, estos sólo aceptaron 500, de los cuales ninguno ha regresado todavía. 
«Volveremos si nos aseguran nuestra ciudadanía. Los birmanos dicen que somos de Bangladesh y aquí que somos birmanos. ¿Me puede decir usted quiénes somos?», inquiere con actitud resignada Hazi Mahbubul. 
Sentado en un taburete de plástico, este rohingya de 68 años exhibe los documentos birmanos que guarda como si fueran joyas preciosas, que atestiguan su procedencia. Uno data del año 1948 y el segundo de 1984. 
«Tenía 90 vacas y una granja enorme. Todo ha desaparecido. Sigo hablando, pero ya estoy muerto», añade desesperanzado.

Frente al caos absoluto que regía durante los primeros meses del éxodo, ahora los enclaves han incorporado servicios básicos como potabilizadoras, hospitales, escuelas y cientos de mezquitas cuyos altavoces se multiplican cuando llega la hora del rezo. 
«Fue lo primero que se organizó. No sabemos cómo», explica una trabajadora humanitaria. 
Sin embargo, la ayuda humanitaria internacional no ha impedido que estas ingentes aglomeraciones humanas, donde un 55% de sus miembros son menores de 18 años –unos 450.000–, sigan malviviendo entre brotes de difteria, diarrea, o más de 157.000 casos de malnutrición severa o aguda en pequeños y adolescentes. 

La ansiedad de niñas novias como Fatema o Toyoba es tan sólo un elemento más del desastre con la que está teniendo que lidiar esta comunidad. Las numerosas ONG que actúan en toda la zona han multiplicado la apertura de centros de salud mental en los que se atiende uno de los legados menos explícitos de esta catástrofe: las experiencias traumáticas que han vivido la amplia mayoría de los huidos de Birmania. 
Juliana Puerta, una psicóloga que trabaja con Médicos Sin Fronteras (MSF), recuerda con detalle el caso de aquella madre con siete hijos a la que el impacto psicológico de la huida la dejó paralítica. 
«No tenía ningún problema físico. Simplemente sus piernas dejaron de caminar. La tuvieron que traer sus hijos en una silla de bambú a través del barro», relata en su consulta instalada en el campo de Jamtoli. 
El equipo que dirige la colombiana de 35 años ha dado asistencia a más de 800 personas desde que comenzó su labor en diciembre. 

Safi Ullah, de Médicos del Mundo, trata a una decena de personas al día. El último paciente que acudió durante la jornada a su pequeño habitáculo fue Nur Mohammad, de 65 años. 
Argumenta que llevaba «más de un mes sufriendo pesadillas, que casi no puede comer» y que decidió acudir al psicólogo después de llevar tres días soñando con la misma visión. Una reunión con sus amigos en su aldea de Birmania que terminaba en tragedia. 
«Estamos todos bromeando en nuestra aldea y entonces aparece el ejército birmano disparando y morimos todos», agrega. «Toda la población está traumatizada, pero a diferentes niveles», sentencia Safi Ullah. 

ASENTAMIENTOS IMPROVISADOS. Bangladesh, uno de los países más pobres del mundo, no tiene medios para acoger a 700.000 rohingya que llegaron a su territorio en unos meses. La mayoría tuvo que construir su tienda en lugares improvisados, sin saneamiento ni servicios médicos estatales. La mayoría vive en dos campos: Kutupalong y Nayapara. 
REPARTO BÁSICO. En esas condiciones, ACNUR repartió tiendas de campaña, lonas de plástico, mantas, mosquiteros, utensilios de cocina, baldes y bidones a los recién llegados.

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