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Niños que viven encadenados

El niño aprieta los dientes para no llorar. Tiene seis años, una cadena alrededor del cuello y en el cuerpo, tatuada con rotulador y caligrafía vacilante, una inscripción: «Justicia para mi mamá». Un gigante vestido de azul se le acerca armado de enormes tenazas mientras él, todo ojos suplicantes, busca a su padre entre policías y curiosos. «Clack»,«clack» ,«clack» ,«clack». La maniobra apenas dura unos segundos. La cadena se rompe y el policía tranquiliza al chiquillo con una caricia en el rostro. Uno a uno, Israel, Javier, Miguel y Manuel quedan liberados de su pesado collar.


Los cuatro hermanos regresan a la sombra de un árbol, se enfundan las camisetas hasta que vuelva otro periodista y dan buena cuenta de los bollos que les ha traído su padre. Manuel Manzano Moreno, de 42 años, cuenta su historia a todo el que la quiera escuchar.

Si un indulto no lo remedia, su esposa, Pilar Fernández Mancilla, de 38 años, ingresará en prisión el próximo 5 de julio por un delito de tráfico de drogas cometido hace diez años. Así lo ha confirmado el Tribunal Supremo y por eso han subido ellos a Madrid, para protestar ante el Palacio de Justicia. Manuel Manzano y Pilar Fernández han vivido siempre en un pueblo de Córdoba llamado Palma del Río, junto a la casa de «los del bar». Allí conocieron al matrimonio que, según Manuel, les trajo la ruina. «Nuestro chico mayor padecía de los nervios, tenía crisis y cosas de ésas, y ellos se ofrecieron a tenerle en su casa de Ceuta. Dijeron que el aire de allí le sentaría bien. Así que el crío pasaba unos días con ellos y el matrimonio nos ayudaba además con algún dinerillo para los gastos del viaje», cuenta Manuel.

Un día, hace diez años, Pilar fue a buscar al chico y regresó con un encargo del matrimonio: 20 kilos de hachís en el coche que le habían prestado para hacer el trayecto. Sobre este punto, Manuel se muestra evasivo y suspira «¡Qué iba a decir ella!» por toda explicación. Pilar fue detenida en Algeciras pero sólo permaneció tres días en la cárcel. Desde aquel momento, los benefactores se tornaron en verdugos. «Hasta en un careo dijeron que no nos conocían de nada». Mientras el proceso legal -que Manuel no acierta a explicar- seguía su curso con lentitud infinita, los Manzano permanecieron en Palma del Río, trabajando en el campo y sin meterse en líos. 

«El único problema de mi mujer es que se pasa veinte horas al día trabajando en el espárrago». «Aquí ha habido algo raro, estoy seguro. Alguien ha pagado para que le cuelguen el muerto a mi mujer. Y claro, yo no digo que ella obrara bien, pero peor obraron los otros y andan por ahí sueltos». Manuel entiende poco de leyes, pero le basta mirar a sus cuatro hijos, expuestos a los transeúntes como monitos de feria, para convencerse de que «esto no es justicia».

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