Me llamo Ana y he abierto un quiosco
El quiosco de Ana, que está en el Ensanche, es parada y fonda de hemerómanos, transeúntes varios, madres de familia que acaban de depositar a sus hijos en el autobús colegial, y asiduos por tradición, todos en trance de adquirir su diaria ración de papel impreso.
Ana y sus hijos son, antes que nada, cuatro amigos fieles de sus parroquianos. El pequeño quiosco, que lo es por mandamiento urbano y oficial, ejerce también de consigna. No habrá cliente que alguna vez no haya dejado un paquete por tal o cual causa, alguna de ellas puramente instrumental. Guárdame esto, Ana, que luego vuelvo. Lo recogerá mi mujer, sobre las dos, más o menos.
Por si acaso el voraz lector no lo supiera, la gente del quiosco le avisa de las novedades: Hoy Hola viene buena, con esto de la Norma Duval, que dice que está embarazada. La película se la pido para mañana, que hoy se me ha acabado. Y se lamenta de no saber dónde pone tanto cachivache coleccionable, tanta taza de porcelana, tanto mandil con recetas, y tanto libro de egiptología.
Al quiosco de Ana van con regularidad Emilio Olabarría y el ex-alcalde Robles, Antxon Urrósolo siempre zumbón y parliculto, poniendo una nota de exotismo en el común de los aconteceres y Achúcarro, el pianista. La gente los mira con admiración y hasta con ganas de enhebrar la cháchara. En ocasiones, sucede que el milagro llega a producirse. ¿Usted es el de la televisión?, le preguntan al político. Muy bueno lo suyo en el Parlamento, jalean los más proclives.
Hay un aire cálido de amistad en torno al quiosco de Ana, lugar de encuentro y punto de referencia. Los padres acuden con sus niños y ella tiene siempre para ellos amén del llamarlos por su nombre propio, que nunca equivoca una gominola o un chicle. Y un tebeo, que acaban capturando como botín obligado y dominguero.
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