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La emancipación de la mujer y la violencia en el hogar están relacionados

Para hacer más llevadero este día tan lúgubre, acicalar el adusto cadáver y aliviar el luto de la romería al cementerio, además de las castañas y el Tenorio, se ha importado a hurtadillas esa estupidez lúdicofestiva que dan en llamar Halloween; un batiburrillo de santos, ánimas benditas y difuntos entre calabazas troqueladas, disfraces de zombi, fantasmas y caramelos.

A pesar de que el cortejo fúnebre de las guerras enquistadas, la gripe aviar, la estadística de los accidentes del puente y los cataclismos naturales nos enfrentan de sopetón con la muerte, nos empeñamos en maquillar su presencia, en convertirla en una idea vaga, lejana y ajena. Es ley de vida, pero nadie quiere estar en casa cuando llame al timbre la guadaña del tiempo. Casi parece una ofensa eso de morirse, una sorpresa. Y a cierta edad lo sorprendente es la vida, no la muerte.

La crónica necrológica tiene también su propia técnica edulcorante.La prosa se adorna de floridos epitafios, de hondo pesar y consternación, y de frases tópicas que sólo sirven para ajustar la página entre un par de anuncios de la funeraria.

Hablando de víctimas y tradiciones, en una encuesta de la Junta la mayoría reconoce que la violencia en el hogar está muy extendida.Sin duda, la causa de esa lacra cotidiana, como en su día detectara la Conferencia Episcopal, no es otra que la emancipación de la mujer. Ha llegado a tales cotas que el macho ibérico en extinción no tiene más remedio que recurrir a la autodefensa. Matachines que siguen pensando que Gilda tenía bien merecido aquel bofetón de Glenn Ford y quieren imponer su voluntad y sus complejos a través de la violencia y la muerte. 

Pero cuando se interroga sobre casos concretos, el encuestado atraviesa por un ligero lapso de amnesia. Lo sospecha por el ruido de los golpes, por el eco de los insultos y el pegajoso silencio que atraviesa el tabique, pero no sabe o no contesta.

La máquina del tiempo circula al ralentí y la historia gira y gira repitiendo constantes que la evolución no desmiente. Generación tras generación se entrega el manoseado testigo de las guerras y los conflictos que se eternizan, del éxodo de multitudes hambrientas y enfermas que piden justicia, de privilegios y tronos que se heredan.

Ante semejante panorama, suscribo el supuesto epitafio de Groucho Marx: «Perdonen que no me levante».

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