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Las doce de la mañana taurinas

Las doce de la mañana no son, evidentemente, las cinco de la tarde, esa hora mítica en la que, según dictamen inapelable de don Federico García Lorca la muerte pone huevos en la herida, la plaza se cubre de yodo, y suenan los clarines de todas las plazas del mundo. Al escuchar el toque, a esa hora mágica y redonda, las moscas en perfecta formación se aprestan al banquete sanguinolento del desolladero. Las doce de la mañana son, por el contrario, una hora sin brillo y sin literatura.

En Sevilla, y en ferias, es además, o lo parece, hora de madrugada inconclusa con reflejos pálidos de farolillos. Por las aguas del Guadalquivir se escapan, río abajo, las últimas nostalgias de la noche, más o menos líricas, más o menos envinadas y dulces. 

No puede violarse así, ni siquiera en ferias, y ni siquiera con el antiguo y noble arte del toreo ecuestre, esa sacramentación bíblica de los amaneceres sevillanos con el sello apócrifo de las doce de la mañana taurinas. Yo insistiendo que no, que aquello no eran horas, que se trataba de un amanecer ligeramente trasnochado y el público de la soleada mañana insistiendo en que sí, que aquello son también horas de toros y mucho más en la Feria de Abril. Y sino, para demostrarlo, allí estaban caballeros sobre hermosas jacas media docena escogida de centauros. 

Ah centauros fieros y cabalgaduras. Aún así, los más cabales y los que pudieron se habían quedado en casa o entonando cantos al pie de la Torre del Oro o tomando chocolate en cualquier esquina. Quienes anteayer pedían la otra oreja para Finito de Córdoba, a pesar de la infame estocada y de otras menudencias, ayer se vieron recompensados y desagraviados por partida doble. Agradecidos, aplaudieron con frenesí las cabalgadas y cabriolas, los prodigios circenses, que magia parecían más que doma enseñada, de tan bellos e inteligentes brutos; los caballos. Sin preocuparse demasiado por dónde y cómo clavaban los caballeros.

A Javier Buendía, mientras trazaba surcos en la arena con la vara marcándole terrenos y directrices al toro, le cantaron desde los tendidos de sol aquellos versos del ganadero poeta Fernando Villalón. Sonaron muy sentidos y claros: «si no se me parte el palo/ese torillo berrendo/no me hiere a mí el caballo». Aplaudieron, tanto la sobriedad de Buendía como la emotividad de Antonio Ignacio Vargas o el alegre barroquismo de Antonio Correa que sustituía al madrileño Manuel Vidrie. También Valdenebro y Rafael Peralta tuvieron su dosis de aplausos y su clan de adictos incondicionales. Para el decano de los maestros caballeros Angel Peralta, que no encontraba toro donde poner sus hierros, sólo hubo silencio. Todos los toros de Albarrán eran una bendición y se comían el caballo. Toros así le salen al abroncado Curro Romero, incluso en su estado actual, y arma el taco absoluto.

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