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El rey Miguel de Rumanía y su cara de asesino

La última vez que ví al rey Miguel de Rumanía, hace cuatro años, aconteció una pequeña anécdota que en estos momentos torna para mí un especial significado. Su Majestad vive en un sencillo chalé, parecido al de tantos otros de sus vecinos, en la localidad suiza de Versoix, a una decena de kilómetros del aeropuerto de Ginebra. La conversación -privada- con la familia real se prolongó, y de repente reparé que iba a perder mi vuelo de regreso a Madrid. 

Como tenía que estar inexcusablemente al día siguiente en España, expuse que debía abandonar la reunión e intentar llegar al aeropuerto, para lo cual había que solicitar un taxi. 

«No se preocupe -me contestó el rey, al verme apurado- mi hija menor le acompañará. Y seguro que llega a tiempo. Ya ve que vivimos casi al lado del aeropuerto. Por si llega el caso...» Acabé, por cortesía, la frase: «Por si llega el caso de volver a Bucarest». Sonrió melancólicamente: «Sí. Por si llega ese caso». Pues el caso ya ha llegado. Leo en un periódico de Madrid -escribo el martes 26- que ayer, día de Navidad, el rey Miguel, acompañado de su esposa, Ana de Borbón, asistió a una función religiosa en la iglesia ortodoxa más cercana a su residencia. 

A mi modo de ver, hubiera tenido que asistir al oficio celebrado en la catedral de Bucarest. Hace cinco días, la reina Ana encabezó a un centenar de manifestantes que clamaron ante la embajada rumana en Berna por la libertad. Hace tres días, fue la princesa Margarita, la propia hija mayor del rey Miguel, quien encabezó otra manifestación.

En sus últimas declaraciones a la prensa, el mismo rey Miguel, pocas horas antes de la caída del clan Ceaucescu, subrayó que la situación no podía continuar y que él estaba dispuesto -como siempre lo había estado desde su forzada abdicación, en 1947- a servir a su país. No dijo a reinar, ni a ocupar un puesto cualquiera en el gobierno de una Rumanía libre. Dijo «a servir». Por eso me extraña que el rey Miguel no haya tomado un avión en el aeropuerto vecino para presentarse en su país. Quizás altas razones de Estado le obliguen a esperar. 

Quizás no pocos rumanos le hayan recomendado calma. Me he fijado que muchos de los integrantes del gobierno libertador pasan de la cincuentena. Ellos, o sus padres, recordarán sin duda que, si bien un retorno de la monarquía al país balcánico no es asunto prioritario, Miguel I -el más antiguo de los exiliados rumanos- representa, en estos momentos de ausencia de legitimidad política, un poder histórico que fue obligado, bajo presión de las bayonetas soviéticas -y esto es literalmente exacto- a alejarse de la Rumanía construida por su dinastía, con el pueblo, en menos de cien años. 

Porque Rumanía -pocos los recordarán- se emancipó del yugo turco con un príncipe de Hohenzollern-Sigmaringen, predecesor de Miguel, a su frente. Un príncipe alemán que el país balcánico eligió precisamente para que representase a una realeza de cuna indisputada ante las grandes familias autóctonas que se hubiesen despedazado entre sí en el caso de que cualquiera de ellas hubiese primado sobre las demás. 

Miguel I, que en el exilio ha mantenido siempre la más perfecta dignidad y corrección, tiene el mismo derecho que cualquier otro exiliado a regresar.

Quienes le admiramos y le queremos -aunque no caigamos en la cortesanía- confiamos en que su aparente duda en estos momentos críticos se deba a razones de Estado que se nos escapan (aunque resulta significativo que el nuevo país haya sido rebautizado simplemente Rumanía y no República de Rumanía). 

Mi amiga rumana Nicoleta Franck, una de las mejores periodistas de su país en el exilio, me comentó en cierta ocasión: «Ceaucescu ha intentado borrar hasta el recuerdo de nuestro rey. Han sido suprimidos en los libros de textos escolares las referencias a su reinado y los de sus antecesores, como si no hubiesen existido. Pero es dudoso que los rumanos hubiéramos conseguido la unificación si no hubiésemos contado con la conciencia que ellos nos dieron de la fuerza que significaba la unión de todas las provincias. 

Ceaucescu ignora que no se pueden borrar cien años sin que la historia se vengue». La historia se ha vengado. Y la historia exige ahora que Miguel cumpla con su deber, como rey o simple ciudadano. Le tocó reinar con los nazis y con los comunistas. Se deshizo hábilmente de los primeros -hecho que el elemento ultra, vencido en la guerra, jamás le ha perdonado- y tuvo que contemporizar con los segundos hasta que no pudo mantener la independencia de la corona. En su exilio, Miguel ha sido un testigo acusatorio de la dolorosa servidumbre a que su pueblo se vio reducido. 

Primo hermano de nuestra reina doña Sofía -como hijo de Elena de Grecia, hermana del rey Pablo-, el antiguo monarca rumano tiene ahora la obligación de cooperar, desde la propia Rumanía, como uno más entre sus compatriotas distinguidos, a la reconstrucción del país unificado antaño por sus antepasado y destruido por la tiranía. ¿O acaso será que el rey no se fía del nuevo gobierno porque teme que, como decía el protagonista de El gatopardo: «Algo ha de cambiar para que todo siga igual»?

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