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En contra de las pelusas

Los que convivimos con animales que pese a ser llamados domésticos son salvajemente peludos libramos una batalla diaria con las pelusas. El nacimiento y evolución de estas formaciones volátiles e inaprensibles es un gran misterio sobre el cual la ciencia no ha dicho todavía la última palabra.

En su origen la pelusa es apenas un tímido plumón que busca refugio en los recovecos, entresijos y cavidades de la casa para una vez allí al calor de la oscuridad engordar y reproducirse. Cuando menos te lo esperas surgen de nuevo a la luz sin temor y desafían los distintos métodos humanos para abatirlas. Burlan el barrido de la tradicional escoba, rehuyen astutamente el soplo absorbente de la aspiradora, y esperan agazapadas una segunda oportunidad bajo las alfombras o tras los radiadores. Sólo las sofisticadas mopas antipolvo tienen alguna posibilidad de destruirlas. Pelusas unidas jamás serán vencidas.

No hace falta tener mascotas para disfrutar de este delicioso fenómeno tan familiar. El cabello humano en continua caída, actividades culinarias, y otras excrecencias y fluidos orgánicos, en alianza con los omnipresentes ácaros del polvo, genera una especie de geografía de la mugre a la que se suma la contaminación invasora.Luchar contra ese manto de mierda cotidiana es asunto prioritario para ciertas personas que han desarrollado una suerte de pelusafobia, y no me refiero sólo a los profesionales del ramo, como la ajetreada Aída.

Se habla mucho del Síndrome de Diógenes que afecta a quien acumula basura en su domicilio, pero todavía no se ha acuñado un término para designar a los que se encuentran en el polo opuesto, obsesos de la limpieza e higiene corporal. En casos extremos los médicos hablan de trastornos obsesivos compulsivos de la conducta, pero sin llegar a límites patológicos podríamos hablar del Síndrome Pilatos, por eso de lavarse las manos, o tal vez mejor, del Síndrome Spontex, que no tiene connotaciones judeo-cristianas.

La lucha contra las pelusas reales es sin embargo algo baladí en comparación con la que hay que entablar con las pelusas mentales que cobran vida propia cada día en el coco. Pensamientos y emociones negativos que en mínimas dosis van formando poco a poco un filtro que obstruye los circuitos del bienestar. Pequeños efluvios de rabia, irritación, descontento, malestar, como fibras serpenteantes de colores sombríos que se entrelazan hasta formar una madeja en la que a veces acabas atrapado y sin salida. En suma, malos rollos. Los libros de autoayuda o eso que llaman inteligencia emocional venden mopas para combatir las pelusas mentales y fregotear la quijotera. No soy partidaria de esos paliativos.Mucho más eficaz es meter el cerebro en una jofaina con sosa cáustica, jabón de Marsella y salfumán. Frotar, frotar y frotar.Muerte a las pelusas.

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