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Viajar al país de lo imposible

Con un par, el aspirante a capitán del Titanic pasea su rancio e indescriptible abolengo por el primer pantalán del puerto deportivo.Arriba del todo, gorrito blanco para habitantes de Liliput. Más abajo, estrafalarias gafas de sol con cristales azulados. Un poco más, chaqueta azul marino de botonadura dorada con pañuelo de tonos ocres asomando por sobre las tremendas solapas. 

Un poquito más abajo, short color carne al estilo posguerra. Y abajo del todo, créase o no se crea, calcetines verdes y mocasines de ante negro con hebilla dorada. Entre el short y los calcetines, dos cosas blancas como leche descremada con aspecto de piernas. Los niños y las mamás de Cannes comen helados y lo miran incrédulos.

Seguramente se llamará Jean-Christophe. Seguramente será patrón de yate, o quizá la triste historia de una familia ilustre venida a menos haya acabado aquí, en el pantalán, con este vestigio de otros tiempos haciéndose pasar por lo que no es.

Aquí en Cannes, durante el festival de cine, muchos y muchas pasan las horas haciéndose pasar por lo que no son. Algunos y algunas, incluso, sí son lo que parecen y sí que tienen el yate/trasatlántico amarrado en la bahía, con las langostas y La Veuve Cliquot esperando sobre la mesa: como Paul Allen, el cofundador del imperio Microsoft junto a Bill Gates.

Allen tiene un yate que parece varios yates y que recibe el encantador nombre hay que reconocerle el buen gusto de Charada.Ahí recibió la otra noche al hombre del pelo blanco y la ropa negra, o sea Giorgio Armani, que abandonó por unas horas su suite del Hotel Martinez y se llevó la cena puesta dicen que digna de faraones para convidar a un grupo de gentes sencillas tirando a indigentes: Leonardo DiCaprio, Jack Nicholson, Martin Scorsese, y en ese plan.

Es que Cannes, en festival, no es cualquier cosa. Si fuera cualquier cosa, Alberto de Mónaco no habría bailado ayer por la noche, como cada noche, o madrugada, o alborada, en la sudorosa, elitista, esplendorosa pista de la boite del Martinez, donde cada noche, madrugada, alborada, los Guetta, una pareja de parisienses especialistas en convertir la noche en millones, extienden sus dominios.

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