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En manos de la providencia

Sí, Esposa Flawse, de los Flawse de la colina, mirad bien esta espada pues os digo verdad pura y cristalina y de eso os doy mi palabra. Y así moriría por veros a vos morir, si algo malo sucediera al Flawse que en la zanja mis lloros fue a [oír el día que yo naciera. El señor Flawse, que había salido de su estudio atraído por la melodía que le llegaba de las almenas de la torre fortificada, se quedó de pie junto al portalón y aguzó el oído para escuchar el final de la balada. Luego sólo quedó la brisa, que arrancaba susurros a las hojas de los árboles doblados por el viento, y unos sollozos. 

Esperó un momento y luego se dirigió de nuevo hacia la casa, arrastrando los pies y con la cabeza hecha un lío con unas cuantas nuevas certezas. Lo que acababa de oír no dejaba lugar a dudas. El bastardo era un Flawse de los pies a la cabeza, miembro del mismo linaje que el Trovador Flawse, el poeta que había improvisado unos versos bajo la horca de Elsdon. Y aquella certeza le llevó a una segunda: Lockhart era un ejemplo de caso de atavismo; había nacido, por circunstancias eugenésicas, fuera de su tiempo, con facultades que el viejo nunca había sospechado siquiera y que no podía por menos de admirar. 

Además, no era su nieto bastardo. El señor Flawse se encerró en el estudio y, sentado junto al fuego, se abandonó en secreto al dolor y al orgullo. El dolor era por él y el orgullo por su hijo. Por un momento se planteó la posibilidad del suidicio, pero la rechazó de inmediato. Tendría que aceptar su suerte hasta el amargo final. El resto estaba en manos de la providencia. PERO el viejo estaba equivocado, por lo menos, en dos puntos. 

Lockhart no dejaba nada en manos de la providencia. Mientras la señora Flawse seguía temblando de miedo en la oscuridad del salón de banquetes, maravillada ante la sorprendente perspicacia que había demostrado su yerno al adivinar los tejemanejes de su mente y de sus manos, Lockhart subió al primer piso por la torreta de piedra y trepó por la escalera de madera hasta las almenas. Allí arriba encontró al señor Dodd, que, con su único ojo sano, admiraba aquel paisaje desolador y ominoso con una ternura que estaba en armonía con su carácter. 

El señor Dodd, un hombre arisco en un mundo arisco y sombrío, era un criado sin espíritu servil. No era dado a las lisonjas, pero tampoco pensaba que el mundo tuviera que mantenerlo. Le debía la vida al trabajo duro y a una malicia tan alejada de los cálculos de la señora Flawse como Sandicott Crescent de la colina Flawse. Y si un hombre se atrevía a menospreciarlo por ser un criado le soltaba en la cara que, en su caso, el criado era señor, y luego le demostraba con los puños que podía ser un digno rival de cualquiera, fuera señor, criado o un bravucón borracho. 

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