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Las reinas del mambo

Este rincón de Gomorra es apacible y bastante inofensivo pero, por lo que dicen los periódicos un día sí y otro también, a numerosos gomorritas les está ocurriendo algo tremendo: los matan sus propios hijos. En Sodoma también hay crímenes pero, en general, los cometen chaperos y, la verdad, resulta como más llevadero que te mate un chapero y no un fruto de tus entrañas. Esa es una de las ventajas que, hasta ahora, tenía ser sodomita.

Sin embargo, no parece que ese chollo vaya a durar mucho. La Susi y yo hemos recibido una pomposa invitación para una boda en Sodoma el jueves que viene. Se casan un ingeniero de caminos, canales y puertos, con quince años de experiencia profesional, y un futbolista de un equipo de primera división y de la selección nacional Sub-21. 

Querían casarse ante la Macarena, como la Jurado y Ortega Cano, pero también a ellos se ha negado a matrimoniarles el párroco de San Ginés. Ese párroco parece un poco desaborío; está claro que, como dice la Susi, no ha nacido para el jápenin. El ingeniero y el futbolista han decidido casarse por lo civil ante un juez de Sodoma.

- A lo mejor tienen prisa -dice la Susi-, porque se han comido la pringá.

En esta pedanía de Gomorra, «comerse la pringá» es dejar embarazada a la novia y tener que casarse de penalti. Y, bien pensado, que un futbolista se case de penalti parece muy natural. Ya veremos. También habrá que ver de qué va ese otro misterioso festejo al que hemos sido invitados mediante un enigmático telegrama que dice:

«El sábado, a la hora de las brujas, en un lugar que mantendremos en secreto hasta una hora antes y que os comunicaremos por teléfono, celebraremos una orgiástica ruptura con la moda. No faltes. Prepara el bambo o la guayabera, según el sexo al que pertenezcas o al que te gustaría pertenecer». La Susi y yo estamos de acuerdo en que la cosa promete, aunque nos ha entrado un sinvivir: una guayabera sabemos lo que es, pero ¿qué es un bambo?

Nuestra hada buena nos ha echado una mano esta mañana, en la playa, y ya sabemos lo que es un bambo. Habíamos ido la Susi y yo a la playa que hay enfrente de la urbanización del Castillo del Espíritu Santo, más que nada a mirar bañistas, y les pedimos a nuestra hada buena y nuestra hada mala que nos acompañasen, a ver si les daba un poco el aire. La gente que va a esa playa es bastante chic, pero, por fortuna, de vez en cuando aparecen elementos muy populares. Tan populares como una gorda tremenda que chapoteaba en la orilla como una mobydick entregá y vestida con un modelo amplio y cómodo, como las faldas de una mesa camilla.

- ¡Eso es un bambo! -chilló, feliz, nuestra hada buena.

Quede claro que el bambo es el vestido, no la gorda. El bambo es como un modelo de Sybilla, pero sin tanto rollo de pureza de líneas y sin tanto márquetin. Tiene un escote generalmente cuadrado, tirantes anchos, ninguna estructura, y cae suelto y holgado hasta las rodillas; es ideal para estas calores, aunque ya sólo se lo ponen las marías con fuerte personalidad y que no han sucumbido a la tiranía de la alta costura hasta para ir al supermercado. La gorda del bambo protagonizó también un sainetillo maravilloso que no me resisto a reproducir, aunque bien sé que me quedará pobre y desangelado, dadas las dificultades que, para su transformación en escritura, presenta la escurridiza fonética andaluza. Pero el caso es que la gorda no estaba chapoteando sola, sino con un chiquillo de unos siete u ocho años y que, a la vista de la constitución del chavea, era evidentemente su hijo. La gorda era tan feliz en la suavidad casi mística del rompeolas que pasaba ampliamente del niño; la gorda estaba en un éxtasis playero, en un puro orgasmo acuático, en un nirvana de foca remojada y dichosa. De pronto, un hombretón con un bañador exacto al que ha estado luciendo en fotos este verano el señor Aznar y que comía sandía bajo una sombrilla se levantó de un tirón, se fue para la orilla y le gritó a la gorda una cosa que sonó exactamente así:

- ¡María, saca el higo del agua!

A toda la gente chic de la playa del Espíritu Santo se le cortó la respiración.

Pero María, por lo visto, estaba sorda de gusto, anestesiada por el agua fresquita que le anegaba los bajos, relajadísima, con el higo -con perdón- en la gloria, así que ni caso. Entonces el hombretón, muy sofocado, se metió en el agua hasta los tobillos y, pronunciando cada palabra con sobrehumana pulcritud, como si acabara de salir de la consulta del logopeda, le gritó al chiquillo una cosa que sonó así, más o menos:

- ¡Hígor, picha, salte pa fuera!

Entonces la Susi y yo comprendimos -y lo comprendió toda la gente chic de la playa del Espíritu Santo- que el niño de la del bambo y el de la sandía se llamaba Igor; dicho así con acento en la i. En toda la playa resonó, unánime, un suspiro de alivio.

Boda en Sodoma. En el cuchitril del juez con pinta de danés que ofició la ceremonia, un calor sofocante. Afuera, una multitud de curiosos, como si fuera la segunda boda de la Pantoja. Invitados, los justos; el ingeniero, de hecho, es de los de vicio, porque está divorciado y tiene la parejita, pero ha decidido mudarse para, entre otras cosas, ahorrarse el trance de que un hijo lo asesine. El primer detallazo del bodorrio es que los dos novios se han presentado vestidos de novia. El juez con pinta de danés quedaba un poco raro llamando a las novias por sus nombres de novios y preguntándoles todo eso de la salud y la enfermedad hasta que la muerte los separe. Los contrayentes, sin embargo, se han comportado todo el tiempo con bastante soltura y razonable unción, aunque se hicieron un poco de lío con los velos a la hora de destaparse el rostro para besarse. Luego, a la salida, un grupo de sodomitas imaginativos -o sea, locas delirantes- decidieron tirar la casa por la ventana y, en vez de echarles arroz a los nuevos esposos, les echaron langostinos. Un lujo.

El lunch fue exquisito. Los novios fueron de mesa en mesa, departiendo con sus invitados, y la verdad es que los dos estaban, con tantísimos tules, la mar de vaporosos. Nos agradecieron nuestros regalos; habían puesto la lista de bodas en el Hipercor de Jerez, una lista llena de cosas prácticas; la Susi y yo les compramos una vajilla de duralex, un parchís y un juego de plumas para combinar con las pamelas. La Susi no tardó nada en echarle el ojo a un muchachito rubio, de esos que tienen la piel del color de la coñeta dorada, y todavía tardó menos en echarle también el anzuelo.

- ¿Eres sodomita de vicio o de nacimiento? -le preguntó.

- No confunda, oiga -le dijo el chico-. Yo soy chapero.

- Uy, qué bien -dijo la Susi, arrimándole toda la silicona. Y añadió, con la voz repentinamente aterciopelada-. Dime qué me vas a hacer, antes de matarme.

La Susi me ha dicho que le hizo de todo, pero en el asesinato lo han dejado para más adelante, para cuando se conozcan un poquito mejor.


La Susi tiene un jet-lag espantoso. Dice que esto de volver a Gomorra directamente desde Sodoma es como llegar a Bollullos del Condado desde Melburne en un vuelo chárter. La dejo desmadejada sobre una cheslón, y me voy solo a dar un paseo nostálgico por el Barrio Alto de Sanlúcar, en general, y por la cuesta Belén, donde yo nací, y la calle Caballeros, donde está la casa de mis abuelos, en particular. De repente, me asalta una suave melancolía de agua. Cuando yo era chico, por delante de casa de mis abuelos pasaban muy de mañana los aguadores.

La calle Caballeros estaba entonces empedrada y los borricos, cargados con los cántaros de agua, llevaban un pataleo muy cuidadoso y sosegado, atentos, como párrocos con el viático, a no resbalar en los guijarros y adoquinos. El aguador voceaba su mercancía como si estuviera buceando y, cuando su voz se colaba en la habitación donde yo me quedaba a dormir algunas noches, a mí me parecía que dejaba manotazos mojados en las paredes.

En casa de mis abuelos había aljibe y los aguadores pasaban de largo, pero recuerdo que en la cocina, en los lavaderos, en el patio falso, en los cuartos de baño había siempre tinajas, lebrillos, cubos de zinc llenos de agua, y búcaros húmedos y rumorosos junto al portón de la cochera, y un botijo llorón en un plato hondo sobre la mesa del comedor de diario, y toda la casa estaba llena de jarrones y de floreros con jazmines o calas o lo que fuese, y por eso a mí se me antojaba, cuando pasaban los aguadores, que en la casa se organizaba una secreta bulla de agua que aún soy capaz de imaginar, conmovido, como si no hubiera pasado el tiempo...

Por la tarde, la Susi continúa desparramada en la cheslón y yo me voy a la clausura de la exposición de Letizia Arbeteta. Hay en los cuadros de Letizia una materia rumorosa y llena de lirismo y desazón, un trazo denso y cálido, unas presencias acuciantes y unas ausencias -prodigiosamente «pintadas»- melancólicas y cómplices. Hay en sus cuadros un misterioso y fértil bullicio de agua.

Todo el día en vilo, y a las once en punto de la noche suena el teléfono y una voz muy apesadumbrada dice:

- Por la irresistible presión del lobby de modistos de postín, lamentamos comunicar que la orgía iconoclasta del bambo y la guayabera se ha clausurado.

Como estamos en Gomorra, la Susi y yo nos habíamos vestido como corresponde: ella con un bambo estampado en verdes y fucsias, y yo con una guayabera blanca llena de jaretitas. Parecemos indianos del año catapún. Nos sentamos en la terraza, frente al mar metódico, y terminamos cantando a dúo una habanera de despedida: Adiós, Gomorra.

Vuelta a Madrid. Las vacaciones en Gomorra han sido quizás demasiado tranquilas, pero dice la Susi que la castidad es buenísima para el cutis. Y, en cualquier caso, en Madrid, si nos da otra ventolera, siempre la tendremos a mano. Porque -parafraseando al poeta-, puede que haya otras Gomorras, pero están en ésta.

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