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Las dificultades de Arthur Miller

El teatro puro y duro, sin fuegos de artificio, tiene los días contados en Broadway. Arthur Miller, el mayor dramaturgo norteamericano vivo, consigue estrenar casi de milagro; Sam Sephard, tal vez la mejor cosecha de los setenta, no encuentra siquiera un hueco y tiene que buscarse la vida en el circuito alternativo.

Las carteleras de Broadway, mientras, se inundan de superproducciones al más puro estilo Hollywood: montajes espectaculares como La bella y la bestia o Grease. «En mis obras no hay chicas que enseñan las piernas, ni orquesta, ni efectos especiales», se explica como lamentándose Arthur Miller desde su refugio de Connecticut. «Hay sólo actores que se hablan los unos a otros. ¿Qué le voy a hacer? Amo contar historias: soy un adicto a la palabra».

El productor Martin Freedman sale en su defensa: «Es una vergüenza que tengamos que ir a Londres para poder contemplar una obra de nuestro mayor autor teatral». «No hay un solo día en que no se monte una pieza suya en algún lugar del mundo», añade el agente de Arthur Miller, Bridget Aschenberg, dolido por la humillante cadena de obstáculos que hay que superar para poder llevar una obra seria a los escenarios neoyorkinos.

Mucho ha llovido desde que Arthur Miller se estrenó en Broadway con El hombre que tuvo toda la suerte. La obra duró en escena cuatro días. Medio siglo después, el ex marido de Marilyn Monroe, cumplidos ya los 78 años, anda poniendo velas a los santos por haber aguantado en cartel dos meses con su última obra, Cristal roto.

La crítica tampoco se ha rendido a los pies del último «gran moralista». Vincent Canby, en el New York Times, reparte cal y arena: «Arthur Miller utiliza unos diálogos muy vivos en una historia meticulosamente construida, pero no del todo satisfactoria».

Ron Rifkin y Amy Irving se reparten los papeles estelares: una pareja mal avenida (él, judío intolerante; ella, inmovilizada por un ataque de «parálisis histérica») que se enfrenta a todos sus fantasmas el mismo día de 1938 en que se desata en Alemania la fiebre antisemita.

Miller, pues, sigue fiel a sí mismo y a un público que ha llenado, aunque no abarrotado, el patio de butacas del Booth Theatre. A duras penas logrará la obra cubrir los gastos de producción (unos 100 millones de pesetas; una menudencia comparado con los 2.000 millones de La bella y la bestia).

El último éxito arrollador de Miller en la meca del teatro musical se remonta a principios de los ochenta, con Dustin Hoffman dando vida a Willy Loman en Muerte de un viajante. También es verdad que algunas de sus mejores obras (como Las brujas de Salem o Panorama desde un puente) pasaron casi inadvertidas en su estreno neoyoquino. El consuelo, en estos casos, lo han encontrado siempre en los escenarios londinenses.

«Nunca se me ocurrió que podría volver a Broadway; no es ni mucho menos un lugar acogedor para las piezas serias», reconoce el dramaturgo. «En Londres hay una mayor cultura teatral, aunque ayuda el hecho de que existan cuatro teatros que funcionan con subvención estatal. Hay que hacerse a la idea de que si queremos que el teatro sobreviva, hay que pagar algún precio».

«Corren tiempos difíciles para el teatro serio», advierte el dramaturgo, «más difíciles aún que cuando Eugene O»Neil intentaba abrirse paso en los 40».

Con Cristal Roto, de Miller, y Angeles en América, de Tony Kushner, Broadway ha cubierto el cupo para este año. De modo que Sam Sephard, que pretendía estrenar el próximo otoño, no tendrá más remedio que quedarse fuera.

«Los magos del dinero no se han presentado», se excusaba Sephard en el New York Times desde su rancho de Park City, Utah. A sus 50 años, el dramaturgo-cineasta-actor sigue interpretando su eterno papel de «outsider» porque no le dejan otra salida. Su última película, el «western» Silent Tongue (Lengua silenciosa), pasó sin pena ni gloria por taquilla, y eso que contaba con el tirón póstumo de River Phoenix.

La misma maldición pesa sobre Simpático, su primer drama desde 1985, un proyecto ambicioso al que se habían sumado actores de primera como Ed Harris, Frederick Forrest y Jennifer Jason Leigh.

El primer portazo se lo dieron en Broadway: imposible amortizar los 800.000 dólares (unos 110 millones de pesetas) del montaje. Sephard se resignó a estrenar en el «off-Broadway», pero tampoco allí encontró teatro a su medida. Ultimo recurso: pedir una subvención estatal y hacer cola para poder estrenar, si Dios quiere, la temporada que viene.

Mientras tanto, Sephard sale adelante aceptando discretos papeles secundarios en los típicos subproductos «made in Hollywood» (Informe Pelícano, Baby boom, Thunderheart...).

Hollywood contamina el corazón (y el bolsillo) de uno de los últimos directores contracorriente. Hollywood invade también el espíritu incombustible de Broadway. Tommy, El beso de la mujer araña, Cirano, Grease y La bella y la bestia son solamente cinco ejemplos de lo que viene: musicales al rebufo de superproducciones que hicieron su agosto en la gran pantalla.

Y encima va la Disney y se apropia del emblemático teatro Amsterdam. No muy lejos de Times Square tienen ya sucursales propias la Sony y la Warner. Hollywood está echando las redes sobre Broadway. El teatro-teatro está sucumbiendo en las garras, cada vez más afiladas, del cine-espectáculo.

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