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España parece estar sorda

España está un poco teniente. Es tan ruidosa, chilla tanto, que no se oye, aunque a menudo uno se pregunta si su sordera es consecuencia, simplemente, de que no quiere oír. 

Y así ocurre que con el guirigay que se ha montado a cuenta de la autodeterminación, quienes parecen tener la obligación de oír no oyen, quienes deben escuchar no escuchan y los que han de permanecer en silencio hablan por los codos. No existe la costumbre de hablar quedo, reposada, civilizadamente en este país, y ni a gritos, ni por señas, ni mucho menos a tiros es posible enterarse de nada.

Desde un par de foros institucionales de Catalunya y Euskadi llegan voces de auto determinación, y ésto, aunque no constituye la menor novedad, ha cogido desentrenadas las orejas del Estado, percutidas por el cerumen del aquí nunca pasa nada y del todo está atado y bien atado. Sin embargo, no sólo se puede sino que se debe hablar de autodeterminación, como de cuanta cosa a los españoles, ciudadanos libres, se les pase por el magín, aunque sean cosas incómodas, absurdas o de mal gusto. Hablar.

Ojalá este país, todos los rincones de este país hubieran podido hablar libremente en el curso de su historia, ojalá hubieran podido comunicarse, relacionarse, oírse, conocerse, quererse un poco.

Pero no, aquí, a diferencia de Francia, Gran Bretaña, Italia, Bélgica o Suiza, la unidad nacional no se trabó a base de mano izquierda, de persuasión, de buena disposición común, sino de gritos, cañonazos y consignas delirantes, y todo eso, toda esa sordera ante las voces de tan diversos sentimientos regionales, no ha proporcionado otra cosa que una caca de unidad. Los mesías nacionalistas, la eterna y contundente reacción local, invocó la independencia de sus regiones porque sabe que semejante llamada tiene tirón popular, tirón de votos, al contrario que el resto de sus programas, antipopulares en esencia.

Ofrecen una ilusión, una quimera en la que ellos mismos no creen, pero España, esa desprestigiada marca, podría lavarse los oídos y oír, y hablar, y superar la oferta, y proponer una ilusión colectiva mejor, un proyecto nacional atrayente. La sordera, en cambio, es mala para entenderse.

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