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Dámaso el vecino maestro

Andaba por casa de capita, últimamente, para el frío. Para el frío de antiguos inviernos en aquel chaletito de lo que fueran los altos de Chamartín. Luego le pusieron en torno rascacielos, trilaterales y restaurantes japoneses. Parecía el personaje de Arthur Miller, el viajante, en su sueño de árboles borrado por un alud de hormigón ominoso. «Pues claro que se puede decir señalización, Umbral, escriba usted señalización».

Los hijos de la ira éramos nosotros, cuando la adolescencia cruel, con su libro de Austral (y tan boreal) en la mano. Unos versos que cabían en un puño cerrado por la rabia. Siglos más tarde éramos vecinos, nortes de Madrid, y yo le visitaba a media tarde, como había visitado a su vecino y maestro don Ramón en su huerto de los olivos laicos. «¿El vodka con naranja o la naranja con vodka, Umbral?».

Sus versos, sus versos, cuánto pudo la muerte en un verano, y el monstruo de sapientísimas suspicacias llevándonos de la mano por el laberinto gongorino. Nos encontrábamos en el Banco del barrio, manejando nuestra calderilla de escritores, y hablábamos de literatura. «Ese adolescente de sus Males sagrados, ¿qué edad tiene exactamente, Umbral?». Una vez me enseñó toda la casa, de la biblioteca de las botellas al alto palomar de los incunables. Luego, el médico le mandó pasear mucho, y todas las mañanas daba vueltas a la manzana, a nuestra manzana, puesto de sombrero y cuello duro, sudoroso, apresurado y tenaz. Yo le acompañaba algunos días en aquel paseo urgente y circular, porque era la única manera de charlar con él un poco. Ultimamente había ido dejando caer las palabras, que siempre mantuvo limpias, fijas y esplendentes en el facistol humano que él mismo era. Dámaso, el hombre/libro, queda abierto, tras su muerte, abierto para siempre sobre otro facistol que era su fe.

Dámaso de la idea y de la ira, ah Dámaso/palabra, hombre de un Dios, Alonso de la vida, veintisiete, Dámaso para siempre, facistol. Y toda la poesía en ti posada, y la sabiduría y la conducta, como la erudición que envía la luna, cuánto pudo la muerte en en un verano; «cuánto diciembre acude, cuánto nero», el poeta que lo dijo lo sabía, ah Dámaso vecino del verano, gongorino señor de cuello duro, Madrid, una ciudad, tú lo dijiste, de un millón de cadáveres, hoy cuatro, entre los que paseas, vivaz y vivo.Por nuestro vecinaje, yo pude ir viendo la deflagración de aquel «andarín de su órbita», por decirlo con palabras de Juan Ramón Jiménez, que primeramente perdió el sombrero, luego el cuello duro, después la corbata y finalmente el resuello, pero seguía paseando, lúcido y autómata, en torno a nuestro barrio, como el más delicioso peatonal y particular que uno pudiera encontrarse cuando salía a comprar el pan o el friskis para los gatos: Deben de ser las doce y cuarto, porque acaba de pasar Dámaso.

Uno, devoto y hasta beato de la poesía (sin escribir jamás un verso, salvo cuando uno se enamora, pero eso no vale), jamás hubiera podido imaginar tan preciosa vecindad, tan eruditos párrafos sobre Góngora en el paso de cebra.

Retorna y actualiza y profundiza la investigación del español iniciada por don Ramón Menéndez Pidal (fecundos heterodoxos del otro Menéndez, Pelayo), y luego entra en Góngora, esa cueva de estalactitas y estalagmitas mitológicas, conceptistas, culteranas, cueva que durante dos siglos se había sellado por miedo o incapacidad de profundizarla. Dámaso es el primero, elucida a Góngora, nos entera de Góngora mediante su cultura clásica y mitológica, mediante su prosa aguda, intencional, intuitiva e inconforme.

De modo que Dámaso Alonso, gran poeta tardío (Gerardo Diego lo incluye adivinadoramente en su abrileña antología o manual de espumas del 27), aporta otros grandes poetas a nuestra vida. Galvaniza a Garcilaso y tantos otros nombres que sólo tenían ya la vigencia del tópico, pero sobre todo «reflota» (con perdón, con todos los perdones) a Góngora, y le pone capilla aparte en la catedral de nuestra lírica, situando bajo su advocación a toda la generación del 27 o (qué ironía) de la Dictadura. Asimismo Dámaso «hace» poeta a Vicente Aleixandre, Navas del Marqués, verano de los años veinte, de modo que nuestro hombre es visitador precoz (y hasta procaz, entiéndaseme) de los vivos y de los muertos. Vicente nos confesó muchas veces ¿verdad, delgadísimo Bousoño?- que él le dió a leer algunos libros de Ruben Darío.

Y con esto inaugura otro poeta, que llegaría a Nobel, y que del surrealismo al gongorismo, siendo siempre Aleixandre único, instala una luz extensa, suasoria y firme en la poesía de España y América. Hubo un tiempo en que todo aquel continente poético se llamó Aleixandre, y Aleixandre, lo que no se ha dicho nunca, está en Neruda. Yo tengo algunos proyectos para usted, Umbral. Gracias, Dámaso. Un día, a la hora del almuerzo, extemporáneo y glorioso, subió a mi octavo piso con sus últimos libros dedicados. Ha sido el almuerzo más iluminado de mi vida.

Lázaro Carreter me había advertido últimamente de que ya no le conocía ni a él mismo. Pienso que se nos muere definitivamente el escritor amado y admirado a quien nunca hemos visto. Pero yo conviví con Dámaso lo suficiente como para que siga siendo mi vecino. Vecindad norteña, madrileña y despejada de un Madrid «posible e imposible», otra vez Juan Ramón y su Colina de los chopos, que es el de Dámaso y el mío. Sé que seguirás pasando y paseando por mi puerta (y ahora te aplico el tú de los muertos), paredaño inspirado, mendigo inverso que iba dando limosnas de sabiduría, monedas de concepto o metáfora, en su ronda diaria, una por la mañana y otra por la tarde. Pero pongamos un poco de orden, si es posible, que no lo creo, en esta antología apasionada del hombre más que de la obra. Góngora, 27, Aleixandre, poesía social, Academia.

Estos son los cinco manaderos ahogantes y fecundantes de su palabra escrita, sabia, punzón y anotación. Eulalia, Eulalia, que ha venido Umbral. Saca el vodka. Me suena, casi, a «saca el whisky, cheli, para el personal». Porque así de en la calle vivía Dámaso, abroquelado de palabras suyas (descubiertas como minerales, ode acuñación doméstica), pero muy entremetido siempre entre la gente. No he conocido sabio ni poeta más peatonal, y menos entre el endomingado 27. Góngora, decíamos. De Góngora viene el surrealismo español y el riquísimo y presentísimo Gimferrer. Y todo esto se lo debemos a Dámaso.

«A un río le llamaban Carlos», escribió él. A un río le llamaremos Dámaso eternamente. Veintisiete: poetas dispersos y novísimos (siempre ha habido unos novísimos, que esto no lo inventó Barral ni nadie) que Dámaso conjunta, encofra y define bajo la advocación de don Luis, el racionero de Córdoba. Aleixandre: una vocación que se ignoraba a sí misma y que Dámaso despierta en un verano (de ahí, quizá, que toda la lírica de Aleixandre sea como estival, sutilísimamente recalentada, poesía de maniguadonde «vimos gruesas serpientes dibujar su pregunta»). Poesía social o socialrealismo: DA es más metafísico, y también más físico, que Blas de Otero. Hijos de la ira eleva el socialrealismo a existencialismo, los dos grandes momentos del momento, y concreta el existencialismo boulevardier de Sartre en circunstancia española muy precisa, cruenta y urgente. Academia: DA es la continuación/actualización de RMP, como ya se ha dicho, y sus discípulos amados, como Lázaro Carreter, llegan sin esfuerzo hasta el estructuralismo y lo superan. En esta actualidad caliente puso Dámaso a la Academia, como laboratorio y como selección de los mejores. Eulalia, Eulalia... ¿Usted sabe para qué llamaba yo a Eulalia, Umbral?

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