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A Jack Kerouac le gustaba el vino más que a un tonto un lápiz

Jack Kerouac murió hace veinte años. Exactamente el 21 de octubre de 1969. De una hemorragia abdominal, y en St.Petersburg, Florida, adonde se había trasladado un año antes con su tercera mujer y su madre inválida. Trabajaba en una nueva novela: un estudio surrealista de los últimos diez años de su vida. Se lamentaba porque todavía no había conseguido escribir «la gran novela norteamericana» que, desde el principio de su carrera como novelista se había propuesto. Y sin embargo, era uno de los grandes mitos literarios de su época. Autor de una novela, «En el camino», que vale por toda una corriente literaria. «Rey de los beatniks», un título que él rechazaba. Y padre de toda una generación de jóvenes .que, a pesar de los deseos del propio Kerouac, habían leído sus libros, no como literatura, sino como aventura. Y es que «En el camino», ese relato autobiográfico donde el viaje, el desplazarse de un lugar a otro, adquiere caracteres épicos, sería el libro de cabecera de aquellas hordas de jóvenes y no tan jóvenes.

Eran los beatniks, los hippies, los «pasados» en general, que en los años sesenta decidieron que lo único que merecía la pena era vivir, vivir hasta sus últimas consecuencias. Sin limitaciones, sin convencionalismos, más allá de las normas imperantes. Para salvarse o hundirse, pero aquí, porque no hay ningún futuro, sólo presente. Algo que todavía parecen compartir los innumerables lectores actuales de sus obras, que se siguen reeditando -también en España-, y han terminado por adquirir el estatuto de clásicas. «En el camino», una novela aparecida en 1957, catapultó de inmediato a la fama a su autor, que nacido en Lowell, Massachussetts, tenía ya 35 años.

Antes, y casi a partir de su nacimiento en 1922, Jack Kerouac había querido ser escritor. Educado en un colegio católico, estudió después brevemente en la Universidad de Columbia, Nueva York, donde se haría amigo -y ya para siempre, o casi- del poeta Allen Ginsberg. También, del también novelista William Burroughs que, junto a él y otros individuos nada recomendables -yonquis, ladrones de coches, borrachos, antiguos delincuentes juveniles- iban a ser los más conocidos representantes de lo que se conoce por «Generación Beat». Unos sujetos que, en los Estados Unidos de América, y durante los años 40 y 50, al ver que vivían en el peor de los mundos posibles, decidieron rechazar todas las categorías, todos los juicios morales que se basasen en otra cosa que no fueran sus propios comportamientos.

Su héroe, el beat por excelencia, fue Neal Cassady. Un tipo que recorría su país de Costa a Costa en coches robados, prestado, haciendo autostop... «Sus candilejas eran las luces del tablero, sus focos las de los coches que venían en sentido contrario... se limitaba a desplazarse por la sociedad ávido de pan y amor». Así lo describe Kerouac, que le acompañaría en muchos de esos viajes y, con el nombre de Dean Moriarty, le convertiría en el protagonista absoluto de «En el camino». En esta novela se recoge la vida de ambos amigos -el escritor y el enloquecido conductor- durante los años en que viajaban por su país, se instalaban en la ciudad de México, o Kerouac trabajaba recogiendo fruta, de vigilante de incendios, como marinero. Pero siempre moviéndose, siempre apurando la vida.

«En el camino» fue escrita en tres semanas frenéticas de 1951, sobre un rollo de papel de teletipo, sin corregir, con ayuda de anfetaminas y por medio de la «prosa espontánea»: un estilo que, según Kerouac, había aprendido de los grandes músicos del bop, como el gran saxofonista y héroe de esta corriente de jazz Charlie Parker. Un amigo, en cuya casa escribió el libro, dijo: «Kerouac escribía sin parar ni un minuto. Yo trabajaba todo el día.

Me levantaba por la mañana con el ruido de su máquina, y cuando volvía por la noche, aún estaba escribiendo. Y cuando me iba a la cama, seguía tan campante. Imagino que a veces ha debido detenerse para comer o dormir, pero yo no lo puedo asegurar». Ante el asombro de Jack Kerouac, absolutamente convencido de la genialidad de su obra, varios editores rechazaron el «máquina-escrito» en el rollo de papel de «En el camino». Durante los seis años siguientes Kerouac corrige la novela, viaja incesantemente y escribe lo que se le pasa por la cabeza -dirá él mismo. El resultado es que, cuando en 1957 publica «En el camino», además había escrito otros diez libros más -algunos poemas- que aparecerán a continuación de su primer y mayor éxito. En uno de ellos, «Los subterráneos» -discutible que sea su mejor novela, pero seguro que es la más emocionante e intensa, con una prosa nerviosa y desgarrada presenta un fresco de días y noches habitados por el jazz, el alcohol, la droga, en la California de 1953. El protagonista, que es otro alter ego de Kerouac, cabalga la desesperación más absoluta y las ilusiones más descabelladas, al contar en primera persona sus amores y, sobre todo, el fin de éstos, con una joven negra yonqui y esquizoide: la inolvidable Mardou.

Otra de las novelas que Kerouac escribió en esos años y que, como la anterior, apareció en 1958, es «Los vagabundos del Dharma». Centrada en la búsqueda del significado auténtico -el «Dharma»- por parte de unos jóvenes aprendices de escritores, febriles y desharrapados en la California de los años 50, expresa la comunión con la naturaleza en la cima de altas montañas, la fraternidad y la poesía. Y todo en un ambiente de vino, marihuana y orgías que, en sus peores momentos, queda dominado por un franciscanismo contemporáneo de una molesta verbosidad y bastante blandenguería. Pero por entonces, Kerouac se había convertido en una estrella de la literatura, y no lo pudo soportar. Aislado, alcohólico, incluso se niega a ver a sus antiguos amigos beats, a los que llega a acusar de peligrosos revolucionarios. Total, que con el éxito de «En el camino», se inicia la decadencia de Kerouac.

Jack Kerouac pierde su impulso creador, y aunque trabaja en sus manuscritos y publica algunos artículos en revistas, cada salida de su casa -primero en Long Island, y luego en su nativa Lowell, adonde se trasladó en 1964, es peligrosa. Siempre se emborracha a morir y termina consiguiendo que le peguen. Todavía publicaría, sin embargo, un par de novelas interesantes. Big Sur, donde relata un viaje en circunstancias desesperadas a San Francisco, en 1960. Allí volvió a encontrarse con Neal Cassady, que había pasado dos años en la cárcel por posesión de marihuana, pero ya nada fue igual. «Un viaje más, y estoy liquidado» -escribe en el libro, anunciado como el «Crack-Up del Rey de los beats», para sugerir que la función de Kerouac en la historia de la cultura norteamericana, presentaba muchas similitudes con la de Scott Fitzgerald, al escritor que había sido guía de la generación de la primera postguerra, la llamada «Generación Perdida».

Empeñado en una religiosidad desesperada, en 1965 escribe Satori en París, una novela que empieza así: «En un determinado momento de los diez días que pasé en París recibí el satori -palabra japonesa que significa «iluminación súbita», que parece haberme vuelto a cambiar y me proporcionará una norma de vida para los siguientes siete años o más». Es discutible que Kerouac recibiera tal iluminación. No que ésta llegara a durar los siete años previstos. Y simplemente porque murió cuatro años después de escribir eso «La Generación «beat» -dijo Kerouac- fue una frase que utilicé en mi novela para describir a los tipos que circulaban en coches por todo el país en busca de trabajos raros, novias y diversión».

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