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Hay cosas que son inevitables

Todo el mundo dice que quiere la paz. Los estudiantes quieren la paz. Los sindicatos quieren la paz. Los intelectuales quieren la paz. Las madres quieren la paz. Los creyentes quieren la paz. Incluso los políticos y los gobiernos que se han preparado para esta guerra dicen, hasta el último momento, que quieren la paz. Y, sin embargo, habrá guerra. Si no es ésta y no es ahora, será otra y será más tarde. 

Como escribe Mauricio Maeterlinck, en La vida de las hormigas, que acabo de leer, «no es lo que se dice o lo que se piensa lo que más hondamente actúa». Maeterlinck, en su estupenda obra, estudia con minuciosidad el comportamiento bélico de estos insignificantes himenópteros, tan parecidos a los hombres, y dice: «Las hormigas son, por lo general, pacíficas. Evitan las violencias innecesarias. 


Pero hasta la forma de su civilización, más refinada, incita, casi de modo irresistible, a las más inteligentes, a llevar la guerra al territorio de otras hormigas». Y añade: «En esto es en lo que se parecen extraordinariamente a las más culminantes civilizaciones, como si la moral de la Tierra, de la Naturaleza, de la Providencia, o del espíritu del Universo quisiera, a falta de cosa mejor, que fuera así». ¿Por qué no es posible ahora la paz ni lo será, probablemente, nunca? Básicamente, por dos razones: primera, por el hondo arraigo en el hombre del sentimiento de propiedad (hacia las cosas) y de posesión (hacia las personas), conciencia que funda el poder y que genera afectos y deseos que mueven a defender lo que se quiere como propio y a obtener lo ajeno que se codicia. 

Y segunda, la existencia ineludible hasta hoy de la nomenclatura moral del Bien y del Mal, formulación que consagra todo antagonismo. El hombre, instalado en una cultura subjetiva del Bien, no tiene más remedio que combatir, en lo otro o en el otro, el Mal, que, naturalmente, no es algo estático e inerte, sino que aparece ante nuestros ojos como fuente y causa activa de todo lo malo, y como tal, y como parece lógico, debe ser anulado. Desgraciadamente, el pacifismo, como prédica de un repudio de la violencia, carece, pese a los indicios, de futuro, porque está trabajando sobre los efectos y no sobre las causas. Es más, como los antitérmicos, puede tener el negativo resultado de enmascarar el síntoma sin actuar sobre la enfermedad. El pacifismo, para llegar a buen fin, tendría que trabajar en la volatilización de la idea de propiedad y en la eliminación del maniqueísmo del Bien y del Mal. 

Ahora bien, ¿puede existir una sociedad despojada de la conciencia de lo propio -empezando por el territorio- y una civilización que renuncie a la idea del Bien y del Mal y, por tanto, a la ley y al castigo? La respuesta es, hoy por hoy, que no. Por ello, aunque todos digamos y pensemos que queremos la paz, esta guerra o las siguientes son inevitables.

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