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El tren que ya pasó

La campesina que viaja en el tren está de muy buen humor. Se pone de pie un momento y muestra que bajo sus anchas faldas, colocados estratégicamente alrededor de su enorme cintura, lleva más paquetes de café de los que normalmente consumiría por término medio una familia campesina rumana en todo un año. Vuelve a sentarse sonriendo y todos se echan a reír. Los demás también exhiben sus trofeos. 

Hay otras dos campesinas inusualmente alegres en el vagón, y una preciosa mujer que parece una puta retirada y que va vestida con chaqueta y pantalones de terciopelo azul. Va sentada en una esquina, bordando, y cuando se aburre saca un tebeo para leer. Vamos de Hungría a Rumanía en un pequeño tren -cuenta sólo con dos vagones- que une cada tarde el pueblo húngaro de Debrecen con el puesto fronterizo rumano de Valea lui Mihai. Para nosotros es una suerte echar una mirada furtiva al interior de la habitación más secreta de la «casa común europea». 

Para los lugareños, esta es sólo la travesía de regreso de un vulgar viaje de compras al mercado de Debrecen. Estuvimos allí esta mañana. Un amplio y aireado callejón con cerca de veinte filas de puestos atendidos casi exclusivamente por mujeres -y puede que por un par de viejos.

Para un rumano, Hungría puede parecer una tierra de abundancia, e incluso para un europeo occidental la exhibición es perfectamente apropiada. Hay puestos de venta de miel, hierbas y carne, y un mostrador exhibe variedad de pastas. Pero el mercado vende sobre todo frutas y verduras: zanahorias y coles, tomates y calabacines, pimientos y melones, patatas, melocotones, cebollas, ciruelas claudias, coliflores, pepinos y uvas, manzanas, ajos, berenjenas, rábanos y maíz. No hemos visto nada parecido antes, y su recuerdo nos ayudó en posteriores momentos de relativa hambre. 

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