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Burgueses y nacionalistas

Historias de burgueses del siglo XIX nos habían dicho al estudiar los nacionalismos, con esa miopia de los marxistas al interpretar la biblia de Marx. El Estado era todo y debía ser aún más todo para que la clase obrera se emancipara y pudiera instaurarse en el milenio de la felicidad y la justicia.

Los nacionalismos eran un sarpullido, el sarampión latente heredado de las monarquias absolutas y que sólo en el Estado proletario podían tener una cura definitiva. Después nos enseñaron que los nacionalismos eran los espíritus vengadores, los viejos fantasmas familiares del rencor y la mezquindad, y un poco más tarde que los nacionalismos eran la enfermedad infantil de Occidente. 

Hoy, que nos hemos vuelto escépticos, heterodoxos, cínicos, descreidos, ateos de misticismos políticos, descubrimos y nos descubren que los nacionalismos son uno de los últimos ejercicios de libertad a los que se puede acceder, tanto en Orienté como en Occidente. Desde la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas hasta la España de las autonomías. Ser, hoy, nacionalista es querer ser libre y solidario con los que tambien quieren serlo e incluso con los que aún no lo tienen nada claro y suspiran -con suspiros prestados- por un Estado unificado y todopoderoso que les acoja de la mañana a la noche y a cambio de unas pocas monedas les resuelva el duro, fatigoso y molesto trabajo de pensar y comprender el mundo. Por esas sencillas razones el nacionalismo es igual en Armenia que en Córcega o Cataluña. O si se quiere, igual en Polonia que en Irlanda del Norte o Euskadi. 

El nacionalista que cree en la libertad debe creer necesariamente en la vida y no en la muerte. La violencia que mata es la antítesis de su norma política y de su ética personal. Comprender y alentar a los polacos, a los letones, a los armenios y no comprender y alentar a los mexicanos respecto al gran patrón del Norte o a los norirlandeses respecto al gobierno de Su Majestad británica, es, en el fondo, una enfermedad. La misma y terrible enfermedad que nos hace a los españoles no comprendernos entre nosotros al hablar de vascos, catalanes, gallegos o andaluces. El nacionalista no quiere destruir el Estado, tal vez si un determinado tipo de Estado: El Estado salvador, utilice el salvavidas que utilice. El Estado montado en torno a una idea monopolizadora del pensamiento y la acción política. 

El Estado nacido, criado y hasta ingresado en una residencia de la tercera edad, hijo clónico de la Monarquia absoluta. Los nacionalistas somos todos nosotros, no los que llevan siempre en el bolsillo el decálogo de la intolerancia y la muerte, los sicarios del horror del Estado absoluto, herederos de la rígida ortodoxia de la autoinmolación.

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