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Una fotógrafa callejera

Protagonizó una de las escenas más tórridas y violentas del cine universal y desde entonces todo el mundo la recuerda, manchada de harina y sudor, jadeando sobre una mesa de cocina, y a Jack Nicholson perdiendo la razón entre sus piernas. Han pasado 31 años desde que rodó El cartero siempre llama dos veces y Jessica Lange ya no está tan cómoda y desinhibida ante las cámaras como entonces. Ahora prefiere ponerse tras ellas y vagar por las calles de México dejándose atrapar «por un gesto, un rayo de sol... no hay día que no salga, que no me sienta atraída por algo», confiesa ante las 86 fotografías que componen Secuencias de México, la primera exposición de fotografías que presenta en Madrid, en la Casa de América.


Jessica Lange no es una estrella aburrida de Hollywood que se entretiene haciendo fotos. De hecho, antes de triunfar como actriz, estudió Bellas Artes y recorrió España de la mano de su primer amor, el fotógrafo y realizador Francisco Grande, tras las huellas de los artistas flamencos en Andalucía, «retratándolos en sus giras». «No me importaría repetir ahora aquellas rutas, aquella historia, pero me temo que ha pasado demasiado tiempo...», se lamenta. 

Después de aquella pasión juvenil (tenía 18 años), Lange volvió a EEUU en los años 70 y se dejó conquistar por King Kong (John Guillermin, 1976) y por el mundo del cine... Hasta que en 2009 le enseñó a un amigo las fotos que hacía para ella, ese amigo se las enseñó a otro y al final llegaron exposiciones, libros y viajes con su portfolio bajo el brazo. El Centro Niemeyer de Avilés las disfrutó primero, pero es su paso por Madrid, donde se presentan 58 imágenes inéditas, lo que le abrirá las puertas de Europa y Asia, por donde viajará en los próximos años.

Aunque vive fascinada por la nueva forma de relacionarse con la cámara, Lange no ha olvidado su antigua posición. De hecho, protagoniza la serie de miedo que arrasa en EEUU, American Horror Story, algo que le parecía «impensable», mientras busca huecos para escaparse a México y disparar su Leica «sin un propósito concreto».

El de Lange (Cloquet, Minnesotta, 1949) es, por lo cotidiano de su temática, prácticamente un estudio antropológico del México más indígena. «La exposición la componen imágenes del país y todo es como lo ve y lo retrata ella. Es un México sencillo, pero las fotografías revelan algo imperceptible; plasman una historia aunque no tengan un fin en sí», señala Anne Morin, comisaria de la muestra, que estará en Casa de América hasta el 20 de mayo. 

Morin eligió entre 150 imágenes las que componen la exposición y su criterio agradó a Lange. «Se ha reunido una selección muy representativa. Viendo la serie mexicana se hace patente su coherencia y eso me emociona», señaló. 

Su relación con la fotografía empezó al mismo tiempo que su relación con México, por eso es el país norteamericano el protagonista de su nueva faceta. Su actual pareja, Sam Sephard, le regaló una Leica M6 a principios de los 90, «justo en la época en la que empecé a viajar a México». «Existe por eso una relación casi simbiótica entre ver México a través de la cámara y empezar a producir fotos por primera vez en mi vida», comentó la actriz. 

En toda relación, los comienzos son importantes, y por ello ahora le cuesta trabajo separar «el hecho de la foto y lo que siento por México; siento un gran amor por ese país». La cultura, la gente, «ese espíritu de generosidad y vitalidad de los mexicanos los he encontrado en pocos sitios del mundo» son los motivos por los que Lange volvió una y otra vez allí durante 15 años.

Elegía un destino sin un propósito concreto, se colgaba la cámara y se echaba a pasear. «No hay casi ningún momento en que pueda salir a la calle y no ver algo que me llame poderosamente la atención. Puede ser un gesto, una expresión, un rayo de luz... Hay una calidad casi cinematográfica; una cualidad dramática sobre todo por la noche, en los pueblos y las aldeas», recuerda. 

Ese enganche con la teatralidad han hecho que Lange elija el blanco y negro para retratar un país en el que el color es inevitable. Sin embargo, para ella, la variedad cromática era sinónimo de pérdida. «El color me quitaba más cosas de las que me aportaba. Nunca me ha fascinado. Es algo muy personal, pero siempre me ha parecido que el blanco y negro aporta un misterio y un poder que no tiene la imagen a color». 

Quien visite la muestra Secuencias de México, que no busque en ellas la huella de la violencia, el narcotráfico o la corrupción. Lange conoce los efectos de estas lacras, pero confiesa que no las ha experimentado en carne propia: «No he sido testigo, no soy una fotoperiodista». Lo suyo son más imágenes del día a día sin coordenadas territoriales. 
Sólo su colección de Chiapas está situada en un tiempo y espacio concretos. Se trata de una treintena de imágenes tomadas durante el carnaval, en ese periodo que llaman los cinco «días sin nombre», que aparecieron al cambiar el calendario maya por el gregoriano. «Son días en los que todo se vuelve del revés e incluso peligroso. No les hacía mucha gracia que tomase imágenes y yo quería pasar más o menos desapercibida, así es que disparaba casi sin enfocar y al revelar las fotos me encontré una serie muy interesante». 

Revelar... Un verbo que prácticamente ya no se conjuga al hablar de fotografía, salvo en el cuarto oscuro de Jessica Lange, donde ella misma se encierra con sus líquidos, sus cubetas y sus ampliadoras para positivar sus negativos. 

«Nunca he hecho fotos con cámaras digitales. Yo aprendí fotografía en los 70, cuando en Nueva York había un movimiento muy interesante de fotógrafos a los que admiraba y seguía. Ese ritual del revelado está en mi raíz como fotógrafa y se ha quedado conmigo; lo encuentro irremplazable. Además, esa libertad de manipular no me va. Tiene que ver también con el cine; por mucho que se utilice lo digital, no tiene la calidad emocional inherente de la película tradicional», asegura. 
Vuelve a hablar del cine y, aunque sigue vinculada a él (recientemente encarnó a la madre de Rachel McAdams en Todos los días de mi vida y prepara con entusiasmo su papel en Therese Raquin, porque se basa en uno de sus autores preferidos, Emile Zola), la fotografía le parece la escapatoria perfecta. «Para mí ha sido un descubrimiento muy interesante como actriz. Pasar de ser la persona observada a observar es un alivio, un gran trabajo creativo, una experiencia de aprendizaje». Su tiempo aprendiendo a mirar «cambió mi actitud como actriz y como fotógrafa», añade. 

Por eso también lo de perderse en México... «especialmente en los pueblos pequeños, donde «no soy nadie», sólo una «gringa» que disfruta del placer de observar mientras nadie la observa a ella, ni le recuerdan constantemente la escena dichosa de la mesa, la harina, el cartero... «Es curioso con qué se queda la gente», comenta la actriz doblemente oscarizada por Tootsie y Blue Sky. México tras la cámara es, en el fondo, «un antídoto» contra el veneno de la fama. 

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