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La última vez que alguien le vio fue en 1952. El sarcófago del «viejo Fritz» de Prusia tuvo que ser abierto para ser reparado de los golpes sufridos durante sus ajetreados traslados. El féretro de Federico II el Grande ha sufrido. como ningún otro ataúd los avatares de la agitada historia alemana. 

El tercer rey de Prusia fue enterrado en 1786 al lado de su progenitor, en la iglesia de la Guarnición del Palacio de Sanssouci en Potsdam, y allí reposaron ambos monarcas hasta 1943, año en el que los nazis, por orden directa de Hitler, trasladaron las cajas mortuorias -dos objetos utilizados como legitimación para su expansionismo y militarismo- a un búnker de la Luftwaffe para protegerlos de los bombardeos aliados. Tras un posterior cambio a Turingia en 1945 y su descubrimiento por las tropas americanas, el «filósofo de Sanssouci» -como a él le gustaba ser llamado- descansó en la ciudad de Marburgo durante seis años, antes de ser desplazado a la capilla del Cristo en el fantástico castillo de su familia, los Hohenzollern, en Hechingen. 

El hojalatero que entonces le contempló tiene ahora 80 años y todavía recuerda en qué condiciones estaba en 1952 el cadáver del rey que hizo de una Prusia pobre y anticuada una potencia europea, y que convirtió a su ejército en el más poderoso del continente. «Estaba tan bien conservado como si le hubieran colocado en ese momento», cuenta el anciano, «excepto la nariz, que estaba un poco aplastada, todo lo demás seguía intacto: su peluca empolvada y sus botas altas de caña hasta los muslos». 

Si la camisa con la que enterraron al «viejo Fritz», la misma que llevaba en su impuesta boda con la princesa Elisabeth Christine Von Bevern-Braunschweig, -devota y piadosa, pero de dientes muy negros-, y el uniforme de su batallón preferido seguían impecables, es algo que nunca se podrá comprobar.

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