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Guste o no, cualquiera que sea la importancia que le demos a su arte (pintura, cine o textos) Andy Warhol fue una época y el gran capitoste de la modernidad. Su sentido de la vida, y especialmente su manera de mirarla nos contagió a todos. Andy era una cámara fría que gustó pasearse por los abismos del lujo y los abismos del lumpen. ¿Uno de sus éxitos, de sus gestos? 

Claro, porque los mezcló. Warhol es el estilo «chiné» de la modernidad: «Suites» Imperio y posters en las paredes, damas millonarias cuajadas de brillantes y oropel, en fiestas guarrindongas de travestís y pirados. La «Factory» (ese almacén desde el que lanzaba sus mensajes y efímeras estrellas) era eso: Lujo cutre. Sordidez dorada. Warhol, además, encumbró la banalidad. 

Comprendió que los «mass media» son la gloria de lo fungible, y dijo: «Todos seremos cinco minutos famosos». Cuando visitó el Museo del Prado no entró del vestíbulo de las postales, allí vio y compró sus Velázquez y Goyas. La imagen le importaba más que la realidad. El brillo más que la joya. Y su teoría era la del «pop»: Si a un orinal le pones un marco barroco deja de ser un orinal. Pero también decía que quería ser «tan famoso como la reina de Inglaterra». 

Creía que el mundo no era serio. Pero que sí era seria la frivolidad. Andy supo que ser moderno era cambiar y transgredir. O mejor: parentar que se cambia y aparentar que se transgrede. Porque aunque a él le fascinó el lumpen y la droga y el sexo (recuérdense las películas de Morrisey, por él patrocinadas) parece que Andy sólo miraba. Sus Diarios son fríos. Su Filosofía de A a B y de B a A juega con el amor como con un osito de peluche.

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